El poeta ucraniano Isaac Kramer decía que el alemán es
el ídish sin los violines. Cuando se le preguntaba entonces qué era el ídish
respondía que éste era el ruso sin los garrotazos.
Isaac enseñaba en una escuela en Odessa para mantener a
su mujer y sus siete niños. “La necesidad es un cosaco con síndrome de
abstinencia” se lamentaba risueño en las sobremesas de la cena de los jueves,
mientras brindaba a la salud del Zar Nicolás. “Que Dios le dé larga vida y
muchos hijos.”
Parece que Dios estaba ocupado en otras cuestiones. O
apoyaba al bando contrario, porque los cosacos se dedicaban a pasar por la casa
de Isaac en cada pogrom para recordarle su origen, y sobre todo para remarcarle
que el Zar era el heredero del Señor. Cuando usaron la Torah para iniciar el
incendio de su casa el vate decidió que ya estaba bien, que mejor Norteamérica.
No pudo ser.
Para familias numerosas solamente Sud América le
dijeron.
Sarita le hizo cara fea.
“En Brasil se come solamente arroz” dijo Sarita. “En
Méjico solamente hay indios”
“En Buenos Aires hay una colectividad enorme, tienen
templo de la Calle Libertad
para ir y otro en Camargo para no ir, y dicen que hay un lugar que se llama
Miramar que es la playa que mana leche y miel” dijo Isaac.
Allá fueron.
Nunca se supo bien si fue un error, un problema
idiomático o una estafa.
Los Kramer nunca llegaron a establecerse en Buenos
Aires, por lo menos en esa generación.
El caso es que terminaron viviendo en Entre Ríos, donde
Isaac fundó una escuela hebrea y siguió escribiendo poesía mientras Sarita
cultivaba la huerta y criaba por igual y con el mismo rigor hijos y animales.
Dice la leyenda que la mujer se propuso hacer difícil la vida del poeta. Dicen
también que si a éste le hubiera importado el carácter de su compañera sin duda
habría sufrido bastante. Parece que no fue así.
Cierto día se encontraba alambrado de por medio comentando
los avatares de la política mundial con su vecino el ruso Wendychansky cuando
su hijo Jonas se acercó para avisarle que Sarita tenía el puchero listo hacía
media hora y ya se estaba poniendo cabrera (así dijo). “La casualidad es la
madre de los refranes” pensaba Kramer. En este caso la casualidad hizo que al
mismo tiempo y con un mensaje similar se asomara Rebeca, la hija mayor del
vecino en cuestión. Miles de veces se habían visto, vivían uno al lado del
otro. Pero ese día fue diferente.
Un mes después estaba todo listo (casamentera, dote y
demás).
Dos meses después estaban casados.
Un año después nacía el primer Salomón Antonio Kramer
que en este mundo fue. Llegó al mundo de culo, y no es una metáfora. Vino de
culo en una áspera noche de junio y solamente la pericia de la María logró que ese harapo
azul y fláccido pegara el primer grito, el primigenio alarido de la segunda
generación de la estirpe. Dicen que la secuela fue la total destrucción de su
capacidad comercial. Puede ser. Nunca se dejó evaluar al respecto. Su íntimo
amigo el siquiatra rafaelino Judas Krause dijo alguna vez que no hacía falta.
Así que Kramer, el primero de varios hermanos, no
pudo nunca realizarse económicamente hasta que se ganó la grande después de
seguir el mismo número durante 17 años.
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