PALABRAS
Las palabras construyen relatos, los relatos narran
la historia, a la historia la escriben los dueños de las palabras. Nada de esto
es nuevo. No pretendo descubrir teoría alguna, no pretendo demostrar a qué equivale
la masa cuando se la multiplica por la velocidad de la luz elevada al cuadrado.
Ya el Libro decía que no hay nada nuevo bajo el sol.
Las palabras construyen relatos, y esos relatos
conforman mitologías. Cuando un mito se hace hegemónico se transforma en religión
o en historia oficial, según sea laico o teológico el espíritu de la época.
Entonces, los cuentos estructuran una identidad, definida por el narrador en
cuestión. Cuando esa identidad no tiene una base más terrenal, pues entonces
ésta deberá ser defendida. Por la persuasión o por la otra. Y si los que están
no entienden cuál es la suya, deberán dejar su sitio a gente más abierta de
mente. O más dócil. Que entienda sepa de qué color son los buenos, por
qué calles puede caminar, cuáles son sus obligaciones, cuál es la gratitud
debida.
Por supuesto, no hay felicidad eterna. Sobre
todo, cuando la justicia que subyace a esa sensación es, de mínima, debatible.
Nunca falta el jetón que se aviva de que hay algo que no funciona del todo
bien, y que arranca a los gritos. Y sale al mundo, y se refresca las patas en
las fuentes sagradas de la Patria que, como sabemos, es de todos pero no tanto.
Aparecen, entonces, otras palabras, que cuentan el cuento de otra manera, con
otras rimas. Suenan canciones diferentes, se baila en el patio y en la vereda,
se descansa en el mar o en el cerro. Y ya el olor es diferente.
Pero ellos se encargan de hacer ver que no es
lo mismo. Que la historia que cuentan los otros no es canónica, sino que es
revisionista. Que los derechos que reclaman no son tales si no hay contraparte.
Que los que llegan son violentos y salvajes, una especie de aluvión mineral,
animal o vegetal al que hay que domesticar por las buenas o por las que sean. Porque
hay que defender a la República.
Y entonces se dan cuenta de que se trata de
ellos o de los otros. Y siempre los otros son los que no deberían ser, y por
eso deben ser puestos en su lugar. Y se bombardea, se secuestra, se mata, se
desaparece, se expulsa al exilio, se prohíben los cuerpos, las canciones, los
nombres. Se reclama el dominio de las palabras.
Se separan los términos.
País o república.
Nosotros o ustedes.
Nación o comunidad.
Pero ellos dicen que hay que unirse y tirar
para adelante. Porque somos un pueblo condenado al éxito, pero que hay que
estar atentos a las anomalías. El problema es que no falta el trasnochado que
quiere definir el éxito a su manera. Por suerte, o por gracia de dios, tampoco
falta el hombre fuerte que sabe cuál es el futuro que merecemos. Y cuando los
tiros no alcanzan, o los mariscales son derrotados, se adaptan, se
reconvierten, se meten por la ventana del fondo y ganan el partido metiendo un
gol con la mano sabiendo que el referí no va a pitar.
Entonces llega el tiempo en que las palabras
con las que escriben sus relatos no les alcanzan. Por gastadas, por obvias, por
burdas, por repetidas. La memoria del hambre puede más que cualquier discurso.
Entonces usan nuestras palabras y nuestros relatos, y los usan de almohadón
para el gato de cien mil pesos.
Nos quieren hacer creer que somos nosotros lo
violentos, que fueron nueve mil, que la justicia social es peligrosa, que los
derechos son un gasto, que la república es más importante que la comunidad, que
los indiferentes son mejores, que las vacunas son veneno, que un ñato que se fue
a Miami a pasear en el medio de la pandemia y no puede volver es un exiliado.
Hubo una época en la cual los mejores escribían
la Historia. De un lado y del otro, porque no hay un justo medio. Para eso, no
tendrían que existir los extremos. Para eso, la desigualdad debería ser una
fantasía, como lo es la escalera al cielo del mérito. Por eso, en estas eras
geológicas en las que nos toca esquivar el meteorito, es menester empezar por
lo más básico.
Defendamos las palabras.
Las nuestras.
Porque son más bellas.
Porque son más justas.
Porque son más libres.