jueves, 1 de julio de 2021

PALABRAS

Las palabras construyen relatos, los relatos narran la historia, a la historia la escriben los dueños de las palabras. Nada de esto es nuevo. No pretendo descubrir teoría alguna, no pretendo demostrar a qué equivale la masa cuando se la multiplica por la velocidad de la luz elevada al cuadrado. Ya el Libro decía que no hay nada nuevo bajo el sol.

Las palabras construyen relatos, y esos relatos conforman mitologías. Cuando un mito se hace hegemónico se transforma en religión o en historia oficial, según sea laico o teológico el espíritu de la época. Entonces, los cuentos estructuran una identidad, definida por el narrador en cuestión. Cuando esa identidad no tiene una base más terrenal, pues entonces ésta deberá ser defendida. Por la persuasión o por la otra. Y si los que están no entienden cuál es la suya, deberán dejar su sitio a gente más abierta de mente. O más dócil. Que entienda sepa de qué color son los buenos, por qué calles puede caminar, cuáles son sus obligaciones, cuál es la gratitud debida.

Por supuesto, no hay felicidad eterna. Sobre todo, cuando la justicia que subyace a esa sensación es, de mínima, debatible. Nunca falta el jetón que se aviva de que hay algo que no funciona del todo bien, y que arranca a los gritos. Y sale al mundo, y se refresca las patas en las fuentes sagradas de la Patria que, como sabemos, es de todos pero no tanto. Aparecen, entonces, otras palabras, que cuentan el cuento de otra manera, con otras rimas. Suenan canciones diferentes, se baila en el patio y en la vereda, se descansa en el mar o en el cerro. Y ya el olor es diferente.

Pero ellos se encargan de hacer ver que no es lo mismo. Que la historia que cuentan los otros no es canónica, sino que es revisionista. Que los derechos que reclaman no son tales si no hay contraparte. Que los que llegan son violentos y salvajes, una especie de aluvión mineral, animal o vegetal al que hay que domesticar por las buenas o por las que sean. Porque hay que defender a la República.

Y entonces se dan cuenta de que se trata de ellos o de los otros. Y siempre los otros son los que no deberían ser, y por eso deben ser puestos en su lugar. Y se bombardea, se secuestra, se mata, se desaparece, se expulsa al exilio, se prohíben los cuerpos, las canciones, los nombres. Se reclama el dominio de las palabras.

Se separan los términos.

País o república.

Nosotros o ustedes.

Nación o comunidad.

Pero ellos dicen que hay que unirse y tirar para adelante. Porque somos un pueblo condenado al éxito, pero que hay que estar atentos a las anomalías. El problema es que no falta el trasnochado que quiere definir el éxito a su manera. Por suerte, o por gracia de dios, tampoco falta el hombre fuerte que sabe cuál es el futuro que merecemos. Y cuando los tiros no alcanzan, o los mariscales son derrotados, se adaptan, se reconvierten, se meten por la ventana del fondo y ganan el partido metiendo un gol con la mano sabiendo que el referí no va a pitar.

Entonces llega el tiempo en que las palabras con las que escriben sus relatos no les alcanzan. Por gastadas, por obvias, por burdas, por repetidas. La memoria del hambre puede más que cualquier discurso. Entonces usan nuestras palabras y nuestros relatos, y los usan de almohadón para el gato de cien mil pesos.

Nos quieren hacer creer que somos nosotros lo violentos, que fueron nueve mil, que la justicia social es peligrosa, que los derechos son un gasto, que la república es más importante que la comunidad, que los indiferentes son mejores, que las vacunas son veneno, que un ñato que se fue a Miami a pasear en el medio de la pandemia y no puede volver es un exiliado.

Hubo una época en la cual los mejores escribían la Historia. De un lado y del otro, porque no hay un justo medio. Para eso, no tendrían que existir los extremos. Para eso, la desigualdad debería ser una fantasía, como lo es la escalera al cielo del mérito. Por eso, en estas eras geológicas en las que nos toca esquivar el meteorito, es menester empezar por lo más básico.

Defendamos las palabras.

Las nuestras.

Porque son más bellas.

Porque son más justas.

Porque son más libres.