domingo, 29 de noviembre de 2020

2020

 Noviembre se moría de a poco, pero las noches todavía eran frescas. El Tano bajó la persiana del almacén y se acercó. Yo estaba, como siempre, sentado en el tapialcito que separaba el jardín de la casa de mis viejos de la vereda. Me dio un cartón de Parisiennes que traía bajo el brazo

-Tomá, un regalo.
-¿De cumpleaños?
-De despedida.
-¿Te vas de viaje?
-Sí.
-¿Vacaciones?
-Ponele.
Sacó un atado de cigarrillos paraguayos del bolsillo de la campera, convidó. Fumamos en silencio. Un Palio negro todo oxidado pasó por la calle, la ventanilla abierta dejó una ráfaga de la canción del brujito.
-¿Se puede saber a dónde vas?
-No.
Muchos años de conocernos, sin llegar a ser amigos, fueron suficientes para saber que no era necesaria otra pregunta. El Tano se terminó el cigarrillo, lo aplastó con la suela de la Topper negra. Como un mago de cumpleaños hizo aparecer dos latas de cerveza helada.
-Salú.
-Salú, Tano.
El primer trago le costó, pero una vez que lo pudo pasar empezó a hablar sin parar, como si algo se hubiera destrabado de golpe.
-Marisa odiaba el fútbol.
-Ajá.
-Sí. Nunca le gustó. En realidad, lo único que le gustaba mirar eran las olimpiadas. Se pasaba horas viendo competir a gente de países desconocidos, y después se conseguía documentales o pelis de atletas, esas historias de vida de tipos que de un caserío en el medio del África salen corriendo una madrugada y terminan con la medalla de oro en el cogote.
Mientras me tomaba la cerveza, trataba de entender de qué iba la charla.
-Lo que a ella le gustaba, sobre todo, era el talento de la gente. Para jugar a algo, para hacer música, para cocinar una torta.
-¿Y a vos, qué te vio?
-El talento para los negocios, capaz.
Nos reímos de melancolía.
-Nos conocimos en un centro cultural que había para el lado del Barrio de los Alemanes, hace 25 años. Unos pibes del taller de cine habían hecho una peli sobre los ídolos de la gente. Obviamente, Él se llevaba la mitad del documental.
-¿Y Marisa qué tenía que ver?
-Dirigía el taller literario.
-¿Marisa? No le conocía esas inquietudes.
-Cada uno es más lo que oculta que lo que muestra.
El Tano sacó dos latas más.
-La cuestión es que en centro laburaba un flaco que había jugado con él en la inferiores, allá en Buenos Aires, y lo llamó. Te la hago corta: el chabón se vino a escondidas, vio la peli y se quedó hasta el otro día contando historias y comiendo choripanes con nosotros.
-Y ahí se conocieron con Marisa.
-Así fue. Yo llegué sobre la hora, y no había más lugar para sentarse, así que me quedé apoyado en el portón. Al fondo, contra la pared, había una especie de grada. Marisa me vio y me llamó, me hizo un lugarcito, se presentó. El resto es historia vieja, como toda historia. Al mes, estábamos viviendo juntos, a los seis meses pusimos el almacén. Después vinieron los pibes, y el resto.
El Tano prendió otro cigarrillo. Yo abrí el primer atado del cartón. La llama del encendedor se reflejó en los cristales de los anteojos del almacenero.
-¿Cuándo fue lo de Marisa?
-Tres meses.
La mujer había sido la tercera muerte local de la epidemia.
-Y ahora esto.
-Año de mierda.
Por la calle, pasaron dos adolescentes con la 10 de la selección. Iban cantando que llegó la mano de Dios.
-Será que era Dios. -dijo el Tano.
-Será, nomás.
El Tano se subió el cierre de la campera. Metió la mano en la mochila.
-Un último regalo, Polaco.
-No hace falta, dejá...
La mirada definitiva de mi vecino no me permitió seguir.
-Chau, Polaco.
-Chau, Tano, nos vemos a la vuelta.
Mientras se iba caminando me quedé mirando lo que me había dejado. Una remera blanca viejísima, con una dedicatoria escrita con marcador negro:
"Para el Tano y la Marisa, que van a ser para siempre" y la firma inconfundible.
Esa fue la última vez que lo vi.