miércoles, 30 de mayo de 2012

Sabiduría


Los dos hombres abandonan sus transportes a la vera del sendero mayor.
Han superado ya, o por lo menos eso creen, las pruebas requeridas para ser admitidos en el selecto grupo de los discípulos.
Penetran en el recinto vedado para ellos hasta ese momento, pero del que han oído historias desde tiempos inmemoriales.
Conocen también, desde niños, la existencia del maestro.
Hoy el día indicado.
La tradición así lo determina.
Saben que el maestro concede sólo una respuesta.
Buscan, en el recinto, el sitial del maestro.
No es difícil orientarse.
Las historias escuchadas hacen sencillo el encuentro.
El maestro está en su lugar de siempre.
El altar se les presenta tal cual en el relato de los mayores.
La mano izquierda del maestro rodea la base del cáliz que contiene el negro néctar de mediterránea índole y áurea corona.
La mano derecha sostiene la oscura antorcha del destino.
Toda la presencia del maestro irradia el desprecio por las convenciones sociales más comunes y arraigadas.
El aire todo huele a sabiduría.
Los discípulos se acercan.
Saben, o así les ha sido referido, que el maestro sólo brinda una respuesta.
-Maestro…
-¿Sí?
-Tenemos la pregunta.
-¿Ajá?
-Queremos saber, maestro, cómo elegir. Queremos conocer la opción más sabia…
El maestro calla.
Dirige su mirada al sendero mayor.
Liba su néctar.
Aspira el humo de la antorcha.
Finalmente, sentencia:

-La blonda persigue al poderoso, mas el fuego eterno reside en la morena. Solamente a quien ella crea merecedor revelará su misterio la cobriza.

Los discípulos depositan el óbolo correspondiente sobre el altar.
Bajan la mirada mientras se retiran en silencio.

jueves, 3 de mayo de 2012

VIERNES A LA TARDE


Para mi amigo, él sabe quién es.

El viejo del Quique era milico. Coronel, o algo así. Había estado por el sur, después en Buenos Aires, hasta que el azar de los destinos lo trajo a la Fábrica Militar de Ciudad Insaurralde un par de años antes de que empezáramos la primaria en la Escuela Normal Superior Dr. Nicolás Avellaneda.
El Quique había sido al principio un tipo bastante difícil de tratar. Como era hijo del coronel tenía ciertos privilegios que el resto de los mortales sólo podíamos envidiar. Un colimba morocho y flaco, con tonada que después sabríamos correntina, lo pasaba a buscar todos los días, a las cinco de la tarde, en una camioneta verde oscura.
Nos hicimos amigos recién en tercer grado. A los dos nos gustaba leer. La primera vez que hablamos en serio casi terminamos a las trompadas, porque él decía que Sandokán era un héroe de verdad, y no un salame de cuarta piojoso como Tom Sawyer. Que su hermano más grande se lo había dicho y que era cierto, porque su hermano jamás le habría mentido.
Al poco tiempo, y cuando ya éramos casi mejores amigos, la maestra llamó a mis viejos y al coronel. Parece que el Quique venía medio quedado en su ”rendimiento académico”  o algo así, y que sería una pena que un chico tan bueno como Enrique tuviera que repetir el grado. Mucho después comprendí que la cara del coronel no había sido de susto, sino de asco. Expresión que se agravó cuando la Señorita Marta sugirió que una vez a la semana el Quique y yo nos juntáramos en mi casa para hacer los deberes. Parece que por lo que había pasado con el hermano lo mejor para él era salir un poco de ese ambiente.
Fue una de esas tardes la que cambiaría para siempre mi vida.
La tarde de viernes en la que el Quique trajo los binoculares.

En esa época Ciudad Insaurralde no era lo que es ahora.
Pocas casas había entre la Rural y la Torre del Agua. Yo en realidad vivía en el Barrio Sarmiento, pero mi casa quedaba muy lejos de la Ruta 19. Además, necesitábamos un lugar alto para ver venir la camioneta.
Así que hablamos con el Chacho Mastronardi, que era el capo de Obras Sanitarias, como se llamaban en esa época y le pedimos permiso para subir a la Torre.
La Torre daba y sigue dando a la ruta, así que era, y sigue siendo, el mejor mangrullo posible. Le dijimos que necesitábamos subir para hacer un trabajo para la Escuela. No se si lo convencimos del todo, pero al viernes siguiente estábamos ahí el Quique, yo y los binoculares.
-Vos tenés que mirar para allá.- me dijo el Quique señalando para el lado de Córdoba.- Y avisarme si viene una camioneta grande con una luz en el techo.
-¿Para allá?
-Sí, para allá.
-Che, Quique…
-¿Qué?
-¿Y para qué te venís hasta acá?
-Porque es alto.
-Pero ahí en la Fábrica Militar también tenés como una torre, ¿No es más cómodo?
-No, el Coronel no me deja.
-¿Le preguntaste?
-No.
-¿Por?
Varias veces tuvimos este diálogo, hasta este mismo punto. Yo sabía que el Quique contestaba hasta donde él quería, así que no le insistía nunca. Cuestiones de hombres, que había que respetar. Así que nos pasábamos las tardes ahí arriba, mirando al este.
Esperando.
Esperando una camioneta grandota con una luz en el techo.
Nunca le pregunté qué había en esa camioneta. Alguna vez el Quique me lo contaría. O no.
El Quique nunca hablaba de lo que no quería.
De lo que había pasado con el hermano, por ejemplo.

El tiempo pasó.
El Quique fue abanderado.
Yo no figuré ni en el cuadro de honor.
Ya éramos casi hermanos.
El primer viernes de diciembre nos juntamos como siempre en mi casa.
Esa vez no nos fuimos en bici.
Tal vez porque sabíamos que era la última, y quisimos que durara un poco más fuimos caminando.
Subimos como siempre. El Chacho Mastronardi ya no era más el capo de Obras Sanitarias. El Coronel ya no mandaba a nadie. Ya era mil novecientos ochenta y tres.
Habíamos llevado sánguches de milanesa y una botella de coca.
La tarde estaba espléndida. Un día peronista decía el loco Ponderosa, y todos nos cagábamos de risa.
-Así que te vas.- empecé como podía una conversación que sabía áspera. A los doce uno no sabe como es irse para siempre de un lugar.
-Sí. Lo trasladan al Coronel a Córdoba.
-¿Y vos qué vas a hacer?- Siempre en esas circunstancias se preguntan pelotudeces, así que la no respuesta del Quique no me sorprendió.
-Te quiero contar algo.- dijo el Quique.
-Te escucho.
-A mi hermano lo vinieron a buscar de noche. Unos hombres que parecían conocer al Coronel. Por lo menos, él los dejó pasar. Hasta les abrió la puerta. Mi hermano no se resistió. Lo único que pidió antes de que se lo llevaran fue permiso para hablar conmigo.
-¿Con vos?
-Sí. Se metió a mi pieza y me dio una caja de cartón que tenía guardada en su placard. La abrimos y adentro estaban estos largavistas. Me dijo que no llorara, que él se iba pero que no se iba a olvidar de mí o de mamá, y ni que hablar del Coronel. Me dijo también que iba a volver. Que iba a volver en una camioneta grandota por la ruta, desde Córdoba. En una camioneta grandota con luces en el techo. Que lo espere en la Torre del Agua, y que nos íbamos a ir a pescar a Santa Fe. Me dejó los binoculares para que fuera yo el primero que lo viera.
-Pero no vino.
-Pero va venir, yo sé que va a venir. Él nunca me mintió.
-Pero vos ahora te vas a Córdoba, así que por ahí te lo encontrás allá…
-Sí, y entonces le voy a contar de vos. Y te vamos a venir a buscar.
-En una camioneta.
-Grandota, sí.
-Con luces en el techo…
-Eso.
-A mí no me gusta pescar…
-No importa, vos te quedás leyendo debajo de un árbol, alguna mariconada de ésas que te gustan a vos de Tom Sawyer…
-Dale.
Los hombres no lloran. Pero nosotros teníamos doce años.

El tiempo pasó.
Cada uno empezó y terminó la secundaria.
Cada uno eligió y terminó una carrera universitaria.
La ruta 19 fue para mí huella que me llevaba y me traía. Cada vez que pasaba por la torre del agua no podía dejar de imaginarme a dos pibes que, trepados a su techo, buscaban una camioneta grandota viniendo de Córdoba, con luces en el techo.
Muchas veces elegí ventanilla del otro lado del colectivo.
Muchas veces me forcé a llegar dormido a Ciudad Insaurralde.
Muchas veces simplemente cerré los ojos.
Después me fui a Buenos Aires.
Después la ruta 19 tenía otro cabo, que venía desde Santa Fe y donde no había Torre de Agua.
En alguna parte perdimos el contacto con el Quique.
Pasamos a ser, supongo, una buena historia más en la memoria de cada uno de nosotros.

Ya había vuelto a Ciudad Insaurralde con mi título en un tubo de plástico. Ya tenía mujer, hijos y gatos cuando leí la noticia. Habían encontrado el lugar exacto de las tumbas clandestinas del Cementerio de San Vicente, en Córdoba.
Al otro día me fui a Casa Marchetti Camping y outdoors (esta parte del cartel era nueva) y me compré un largavistas espectacular, alemán, con un montón de cosas que nunca supe hacer funcionar.
No sé cuántos viernes pasaron.
No me acuerdo a quién tuve que coimear para poder subir a la Torre.
Hasta que al final lo vi.
La tarde del último viernes de diciembre vi venir por la ruta 19, del lado de Córdoba, una camioneta grandota con luces en el techo. Antes de que llegara al cruce supe que la manejaba el Quique. En el semáforo del Maxi Mercado supe que me había visto.
Cuando me subí supe que íbamos a viajar a Santa Fe.

martes, 1 de mayo de 2012

BASTA MESSINA


I- El exorcismo

Sábado a la noche, sobremesa.
Kramer cabecea. Goldberg saluda.
-¿Fernet? (Kramer)
-Fernet (Goldberg)
La mesa se tambalea. La espuma se arrima peligrosamente al borde del vaso.
Goldberg mira para abajo y diagnostica.
-Regatón gastado.
Pela victorinox de la riñonera y dice:
-Esperame.
Kramer se espanta y llama a Rivas, su compañera:
-¡Susy! ¡Volvió!
-¡Nooooooo!- dice ella desde la cocina.
-Sí, reencarnó.
-¿En quién?
-En Goldberg.
-¡Rápido, el exorcismo!
-Dale. Salvia, tomillo, cedrón y aceite de oliva en una taza de café hirviendo con dos gotas de esencia de cardamomo. ¿Listo? Goldberg, aspirá.
-NI en pedo.- se queja Goldberg.
-Aspirá te digo.
-Jamás.
-Aspirá la puta madre que te parió.
El tono de Kramer no admite réplica. Goldberg absorbe el humo maloliente que brota del tazón. Estornuda un moco espeso y violeta que se pega en el vidrio del ventanal. Rivas se apura a quemarlo con un aerosol y un encendedor, mientras repite como un mantra:
-Andate.
-Tomátelas sucio espíritu utilitario.- Conjura Kramer.
Cuando todo se calma, Goldberg y Kramer salen al parque.
-¿Y eso? (Goldberg)
-¿Qué cosa? (Kramer)
-El exorcismo ese.
-Bastamessina.
-¿Perdón?
-Sentate, te cuento.

II- Clasificación de Kramer del Hombre según su Desempeño Doméstico
-Hay (dice Kramer) varios tipos de hombre según como se desempeñan en el hogar.
-¿Sexualmente? (Pregunta Goldberg)
-No, domésticamente hablando, a saber: (Dice Kramer y enumera)
1) El Inútil Absoluto: no sabe cambiar un cuerito, jamás corta el pasto, no conoce el punto justo del agua para el mate, no te hace un asado, no tiene la más mínima noción de mecánica. No sólo eso. Ninguna de estas actividades le despierta el menor interés, y  hace alarde de su situación.
2) El Domesticado: ha ido adquiriendo capacidades a lo largo de la vida, y sobre todo a partir de su matrimonio. De a poco ha debido arriar algunas banderas, y eso lo mortifica un poco. Suele encontrar una explicación semántica adecuada a su situación actual que es siempre coyuntural, ya que se encuentra en un aprendizaje (forzado) constante.
3) El Idóneo: hace lo que puede conociendo sus limitaciones. No se mete donde no le toca, por ejemplo con la electricidad o el gas.
4) El Habilidoso: tiene un galponcito con tablero de herramientas. En su casa funcionan todos los tomacorrientes, no gotean las canillas, los zócalos están todos completos, el pasto está cortito. No hay goteras ni filtraciones. Es un tipo que se da maña para todo, pero que se limita a su hogar. Jamás cometería la imprudencia de meterse en reparaciones en casa ajena, salvo que se lo pidan.
5) El Voluntarioso: tiene todas las respuestas y todas las soluciones. Pero sobre todo tiene la capacidad para detectar los problemas, o de resolver cuestiones antes de que se produzcan. Sobre todo, y esto es lo fundamental, -antes de que alguien le pida ayuda. El tipo tiene victorinox, gepeese y compresor. El mundo es su patio de luz. Es el que sabe dónde encontrar el repuesto que a vos te falta. Conoce todas las rutas y cada trayecto, y te los cuenta antes que se lo preguntes.
-Bastamessina era un voluntarioso.

III- Bastamessina
-¿Me seguís?- (Pregunta Kramer)
-Te sigo.- (Responde Goldberg).
-Bastamessina. Juan Carlos Bastamessina era el Charly García, el Favaloro, el Maradona de los voluntariosos.
-Un hinchapelotas.
-Más que eso. Juan Carlos Bastamessina tenía en su casa la herramienta que se te ocurra. Del material, forma y tamaño que te puedas imaginar. Tenía algunas en su envoltorio original como si fueran muñecos oficiales de Star Wars, porque no tenía la más puta idea de para qué servían. Actualizaba el GPS una vez por semana. Conocía cada pozo de ceda ruta con nombre, apellido y apodo. Te podía indicar un trayecto con ciudades intermedia y kilometrajes con un margen de error de quinientos metros. Tenía una aplicación en el teléfono que te decía cuántas ferretería y concesionarios oficiales de electrónica había en cinco mil metros a la redonda.
Pero no era ese el problema.
-¿No?
-No. Cuando venía a tu casa no frenaba la actividad. Cortaba los yoyos de los bordes, a mano. Podaba ramas hasta la altura de su brazo. Pasaba el rastrillo por el pasto. Juntaba ramitas para el fuego, y si te descuidabas te lo prendía antes de que vos te dieras cuenta.
-Un grano en el culo.
-Un grano en el culo.
-¿Y venía seguido?
-Por lo menos una vez por semana. Después se le dio por tomarse sus vacaciones acá. No sólo eso. Tuvo una época en la que parecía que se anotaba tareas para la próxima vuelta. Una vez se trajo un taladro y colocó estantes para libros por toda la casa.
-No te puedo creer.
-Creelo. Otra vuelta se trajo el chirimbolo ese para soldar, y arregló la puerta de la galería.
-Un garrón.
-Un garrón. Encima te hacía sentir mal. Parecía que le gustaba demostrarte tu inutilidad. No podía ver a alguien buscando algo, que se ofrecía inmediatamente a colaborar. O decía “Eso que vos buscás yo lo vi colgado del perchero de los paraguas”.
-¿Y quién le puso el apodo?
-¿Qué apodo?
-Basta Messina.
-Ningún apodo. El tipo se llamaba así. Quintana decía que más que un apellido era un destino lo que cargaba el chabón.
-¿Y el exorcismo?

IV- Manuscrito de Juan Carlos Bastamessina
“Yo, Juan Carlos Bastamessina, a 19 días del mes de diciembre de 2001, en pleno uso de mis facultades mentales, digo y dejo asentado por escrito lo siguiente:
1)     Que sabiéndome envidiado por el común de la gente (en adelante “la mersa”) en razón de mis múltiples habilidades y aptitudes.
2)     Que sabiendo que existen en el mundo mentes perversas y vengativas.
3)     Que temiendo ser víctima de represalias fundadas en los puntos antes mencionados.
Anuncio que en caso de sufrir violencia física o mental por parte de la mersa, la cual llevare a la muerte del infrascripto, volveré a encarnar en cualquier persona que me hubiera conocido o, en su defecto, en seres cercanos a los mismos.
Atentamente.
Juan Carlos Bastamessina.

V- El final

-¿Y? ¿Qué pasó?
-Nadie lo supo muy bien. Una noche de lluvia Bastamessina subió al techo a limpiar los desagües, antes de que el agua empezara a filtrar, cuando se vino en banda y se desnucó contra el piso de la subida de la cochera. Bah, esa fue la versión que se supo…
-¿Y la autopsia?
-No hubo. Se comentó que la mujer, viuda ya a esta altura de los acontecimientos, le pagó muy buena guita al forense para que certificara muerte por accidente. Desde entonces, cada vez que aparece un voluntarioso, hacemos el exorcismo.
-¿Y funciona?
-A veces sí.
-¿Y otras veces?
-Nada es infalible.