05 01 2022
No hay tiempos mejores. Tampoco los hay, por
consiguiente, peores. No hay manera confiable de categorizar las épocas, porque
los testimonios son siempre sesgados. Para empezar, quien cronica debe poder
hacerlo, ya sea por capacidades personales o por disponibilidad técnica. La
meritocracia no es algo virtuoso. Es más, tiene el mismo sustento ideológico
que la neutralidad. Pero dejemos las ramas para los cardenales.
Vivimos tiempos. Estos tiempos. Los que nos
tocan. No hay manera posible de que esto no sea así. Cada uno de nosotros es
una combinación genética única, una probabilidad estadística prácticamente nula
para los parámetros de la biología. Cada uno de nosotros puede darse en un
momento específico y no en otro. Cada uno de nosotros es el resultado de un número
de flujos y de azares imposibles de repetir. Un estornudo, un mal día, una copa
de más. Así de frágil puede llegar a ser nuestro origen.
Pero somos, también, en función de la
comunidad. El contexto en el que vivimos nos sitúa, nos dirige, nos condiciona.
Nada de esto es original, solamente es una mala cita de palabras mejores. Como
siempre, la pretensión de originalidad es tan solo eso. La principal ventaja de
leer mucho es que amplía el espectro de posibles apropiaciones, de plagios más elegantes.
Entonces.
Las profecías tienen el defecto de hablar,
muchas veces, de un futuro posible, sin ver el barro en la suela de la
alpargata. Es así que todos pensaron en un mundo en el que toda tecnología iba
a ser dominante, en el cual las comunicaciones iban a ser omnipotentes, y donde
el mérito iba a ser suficiente. El ser humano del siglo XXI iba a ser superior
estética, social, cultural y económicamente.
Hasta que un chino se tomó una sopa de
murciélago (la gran leyenda urbana de este milenio), y desató este Armagedón
que nos toca transcurrir, y que es una especie de Aleph epidemiológico.
Porque todo lo que está pasando, ya pasó. Y las
respuestas fueron más o menos las mismas.
Toda catástrofe afecta a sus víctimas de manera
individual, por lo que las reacciones son, necesariamente, personales. En el
caso de una pandemia, la consulta al sistema de salud lo es, el conocimiento de
un resultado debería serlo. Acceder a una vacuna es un hecho personal, el
aislamiento como primera medida de cuidado también lo es.
Ahora bien (si se permite el léxico científico
social): aunque cada hecho es individual, sus consecuencias son comunes, y así
deben ser tenidos en cuenta a la hora de pensar en un futuro más o menos
sustentable, ya sea a un nivel macro como en cada comunidad. No dar vacunas a
los países pobres tiene el mismo fundamento que agredir a quien nos cuida
porque queremos pasar antes en la fila del hisopado. Es tan buller el país que
acapara medicamentos como el simio que putea a un voluntario o a un profesional
de la salud.
Gil Grissom dijo alguna vez, y la cita es
aproximada, que el problema es que somos seres con genes precámbricos viviendo
en una sociedad posmoderna. Tal vez sea esa la razón por la cual seguimos
respondiendo a lo desconocido, o a lo que nos atemoriza, de la misma manera que
hace 10.000 años.
No jodamos, entonces, a los que quieren hacer
las cosas de otra manera. Alguna vez, el sapiens inicial aprendió a sumar y a
escribir. Seamos algo más que eso.