martes, 24 de diciembre de 2013

RENCOR

UNO

CONTEXTO
Fue para la época de las quemazones, en el año aquel en el que se rompió lo que creíamos que podía ser para siempre. Tal vez la referencia cronológica no le aporte mucho sentido al relato, pero para mí es fundamental.
Por el fuego, por la quema de los pastizales. Por el año en el que dejé de creer en tantas cosas. Porque sólo situándome puedo relatar, puedo reproducir la historia que aquel viejo me contó una tarde áspera de agosto de 2013, una tarde de santa rosa.

RIBODINO
Esa tarde había salido, como siempre, al parque del Hospital a fumarme un cigarro. Lo de parque es una concesión que no hace justicia al yuyal abandonado en que se había convertido la parte de atrás del citado nosocomio, por el que pululaban toda clase de alimañas salvajes y domésticas. Algunas leyendas referían incluso la existencia de cadáveres nunca reclamados. Se explicaba la ausencia de olores nauseabundos por las propiedades momificantes de la sal de la laguna, arrastrada por los feroces vientos del norte que últimamente azotaban la región. Nunca se aclaró del todo el tema.
Esa tarde, entonces, eligió el viejo Ribodino para acercarse y manguear un pucho.
Ribodino había sido muy amigo de mi viejo. Decía que había sido él, el Doctor Kramer, el que lo había hecho nacer de nuevo. Cuando lo nombraba se le notaban las mayúsculas. Después de la muerte de mi padre el viejo se había encariñado conmigo, quién sabe por qué concepto de lealtad entre pecador y redentor.
Pero me estoy yendo del fondo, del meollo de la historia.
Fue para la época de las quemazones, decía.
Una tarde áspera de santa rosa.
El viejo Ribodino se me arrimó, me pidió un cigarro y me dijo
-Una tarde como esta puede ser fatal.-
-Ajá-
-Sí. No hay más que recordar lo que le pasó a Mastronardi una tarde como ésta.
-¿A quién?-
-A Mastronardi, ¿no te la contó tu viejo a la historia?
-¿El cabo Enfermero Juan Antonio Mastronardi? Hubiera jurado que era un mito urbano, uno de los personajes legendarios que se inventaba mi viejo.
-No pibe.- Ribodino insistía con llamarme así cerca de mis cuarenta.-Mastronardi existió y me contó lo que me contó parado casi donde estás vos ahora. Escuchá.

MASTRONARDI
El cabo enfermero Juan Antonio Mastronardi había nacido a la orilla de la Laguna, nunca se supo muy bien el lugar específico. El se definía como Lagunero. Así incluso llenaba los papeles burocráticos. Lugar de Nacimiento: A la orilla de la laguna. Si alguna vez tuvo un documento nadie lo vio. Por los tiempos de Illia consiguió entrar a la Policía, casi como una manera de tener un laburo fijo. Una vez ahí lo mandaron al Churruca en Buenos Aires, el hospital policial. De ahí le apareció la vocación por la enfermería. Él decía que era la primera vez que elegía algo.
En el Churruca la conoció a la Vasca, jefa de mucamas de extraña belleza como a él le gustaba decir. La persiguió durante dos años, hasta que la amansó. Dicen que el problema era el padre de la Vasca, un tal Fermín Asconzábal Ibarreta, que no lo quería a Mastronardi porque era negro y enfermero. Eso es laburo de minas y de putos decía. Más de una vez se lo dijo al Negro de frente y de mala manera, cuando la iba a buscar a la Vasca para salir.
Se lo remarcó el día que se fueron a vivir juntos, y al nacer cada uno de los tres hijos que tuvieron. Sobre todo cuando nació el más chico, el preferido del Negro por morocho y peronista decía. Las nenas eran rubias y bellas a la manera de la madre.
Salió a vos le dijo el viejo. Esperemos que no salga también puto y policía. Eso lo dijo mientras recibía el café que le servía la Vasca, como siempre, negro y con dos de azúcar.

RIBODINO
-Che, ¿en serio que tu viejo nunca te contó la historia?
-Sí, algo me contó. En realidad me contaba como anécdotas.
-Cuando se sentaba para contar, ¿te acordás?
-Cómo no me voy a acordar

EL DOCTOR KRAMER
-A veces me agarra que me quiero acordar de mi viejo pero no como médico. Es más, a veces me quiero acordar de él pero no como padre. A veces me agarra que me quiero acordar de mi viejo contando historias. Ni siquiera quiero acordarme de las historias que contaba sino cómo se ponía para contarlas. ¿Se acuerda Ribodino?
-Lo estoy viendo…
-Sentado en el silloncito de caño y madera
-¿Todavía lo tenés?
-Por supuesto.
-…
-Y entonces mi viejo se sentaba todo cruzado. Cruzaba las piernas y cruzaba los brazos con las manos para atrás y empezaba a contar. Era impresionante la capacidad de detalle que tenía…
-Y cuando se ponía medio en pedo…
-Sublime. Y se embalaba y sacaba primero una mano, la derecha y la agitaba por encima de la cabeza…
-¿Nunca se peinó?
-Nunca. Y después sacaba la otra mano y seguía y seguía hasta que señalaba con el índice derecho, y ahí los que los conocíamos sabíamos que se venía el remate…
-El decía que no era mentiroso.
-Los entrerrianos no mentimos decía, exageramos… Por eso se hacía difícil creerle, y por eso no le dábamos bola a las historias de Mastronardi.
-¿Qué te contaba?
-La de la regaderita por ejemplo. Ahí se ponía un poco más serio.

MASTRONARDI
Con el tiempo y los contactos Mastronardi había conseguido el traslado a Santa Fe primero, y después a Ciudad Insaurralde. Cuando llegaron el negrito ya tenía seis o siete años. Era la debilidad de Juan Antonio.
Igualito a él era. Morochón, el pelo duro. Caminaba igual. Cuando le preguntaban de dónde era decía De la orilla de la Laguna pues, como mi papá.
Asconzábal no dejaba un día de pasar a verlo, siempre en horarios laborales. Trataba de no cruzarse con El lumpen ese.
Recién llegados el viejo le regaló la bici.
La de cross a los ocho.
La moto a los doce.
Mastronardi sufría porque sentía que se le escapaba, que su hijo dejaba de a poco de ser su hijo. Se le hacía muy difícil competir con el suegro. El otro tenía toda la plata. La Vasca se le había escapado en la adolescencia para Buenos Aires y por eso el Negro la había encontrado como la había encontrado.
Esa primera y única rebeldía era la explicación para la falta de respuesta de la mujer frente a los desmanes de su padre.
Así que el Negro entró a buscar la moneda por dónde fuera, y así enganchó en la Fábrica Militar para el 75, 76. Entró como enfermero de guardia en una especie de dispensario que tenían los milicos.
Entraba a laburar a las diez de la noche hasta las seis de la mañana. Parece que al principio todo era bastante legal, aunque en negro. Así que nadie sabía nada. Solamente la Vasca.
Después fue peor. Lo que se inició oculto se hizo clandestino. El Negro vio pasar a mucha gente que salía de civil en autos sin chapa y volvían a cualquier hora. Veía bajar gente encapuchada. Veía armas largas. Escuchaba gritos, puteadas, golpes. Más de una vez lo llamaban para limpiar. Nunca preguntó nada. Hasta el día de la regaderita.

RIBODINO
-No fue Mastronardi. Él no podía inventar la regaderita.
-Mi viejo tenía la misma duda.
-No es una duda.
-…
-Primero: solamente un gran hijo de puta hubiera sido capaz de inventar una cosa así. Mastronardi podía ser rústico y simple hasta la bruteza, pero no era un hijo de puta.
-Ponele.
-Segundo, el que dijo que la regaderita había sido un invento del Negro fue Soria. Yo elijo creerle a Mastronardi. Pero esto es una cuestión de valoración decía tu viejo.
-Sí, así decía.
-Tercero, cuando el Negro quiso contar lo que pasaba lo amenazaron con boletearlo y por eso se tuvo que ir a Mendoza.
-¿No se había ido a Chile?
-No, justo fue lo del Sur y no pudo cruzar, pero estuvo escondido cerca de San Rafael. Bittar le dio una mano.
-¿Mi amigo?
-El abuelo.
-…
-Y cuarto y último, pibe. El mismo Mastronardi me contó que fue un accidente, y que a Soria se le ocurrió usarlo para lo que lo usaron después.

LA REGADERITA
Una de esas noches.
Habían traído uno que parecía que era importante, y se les había ido la mano con las trompadas. Parece que lo necesitaban vivo para mandarlo a Córdoba, pero el médico les dijo que eran todos unos pelotudos primitivos y descontrolados (Así lo contó Mastronardi). Que no lo habían boleteado de pedo. Que le tenían que poner un suero a ver si zafaba. Ahí fue que lo llamaron al Negro, que era el único que sabía como hacerlo. Cuando le pidieron al médico que lo hiciera él los miró con asco y ni siquiera contestó.
Así que allá fue el Juan.
Tan nervioso estaba que se le zafó el cañito de la aguja, y empezó a brotar un chorro de sangre que le dio justo en la cara al tipo éste. La cuestión es que el fulano se pegó tal cagazo al ver la sangre que se despabiló ahí nomás y empezó a cantar que parecía Horacio Guarany. Soria fue el primero que se avivó, así que frenó el chorro. Cuando el tipo aflojaba, el otro soltaba el dedo.
Así nació la regaderita. No fue Mastronardi.

RIBODINO
-Tiempo puto, ¿no pibe?
-Dicen que va a llover la semana que viene…
-Sí, a ver si le aciertan…
-Y bueno, si el clima no le da bola al pronóstico…
-Lo que pasa es que este clima te trastorna, te saca de las casillas. Mirá si no lo que le pasó a Mastronardi una tarde como esta.
-No sé, pero parece que viene larga la historia.
-Viste como es, uno quiere contar un cuento y termina con una nouvelle.

EL EXILIO
Cuando Mastronardi vio lo que pasaba se lo quiso contar a alguien, pero nadie lo escuchó así que se fue a lo del suegro, que tenía conexiones. Le contó. Con detalles.
A la semana una patota de la Fábrica le pateó la puerta de la casa. Le hicieron mierda todo. Le llevaron los pocos libros que tenía. Le pintaron las paredes. Se salvó porque se habían ido a visitar a una tía que vivía para el lado de Colón, en Entre Ríos.
Cuando volvieron el Negro se cagó todo.
Se armó un bolsito, lo llamó a Bittar y se rajó para San Rafael. La familia se quedó en Ciudad Insaurralde. No daba para que se fueran todos al principio, así que se quedaron en la casa de los Asconzábal Ibarreta. La sonrisa del viejo le dolió a Mastronardi más que la picana que nunca llegó a recibir.
Estuvo como diez años allá, escondido, laburando en un dispensario en el medio de la Cordillera. De vez en cuando la Vasca y los pibes iban a Mendoza, y se encontraban clandestinos. Más no se podía. No había banca para irse del país.
Cuando el negrito cumplió los doce ya no fue más. En ese cumpleaños el viejo le había regalado la primera moto. Después vendría otra, y finalmente la del accidente.


DOS

MASTRONARDI
Mastronardi toca el timbre antes de probar con la cerradura.
No sabemos si es un acto reflejo o si lo hace para regodearse porque conoce la imposibilidad de que alguien responda al llamado.
Después sí abre con la llave de la Vasca, la única que siempre tuvo. Nunca se quiso hacer una copia, incluso cuando ella todavía vivía con él. Desconoce si el manojo funciona como un talismán.
O como un recuerdo.
No le importa. Nada de eso le importa esta mañana de domingo de agosto, una mañana áspera de santa rosa.
Abre la puerta y explora con la mirada el comedor del departamento. Un hábito que le quedara de su tiempo de enfermero pero sobre todo un acto de defensa  de su época de fugitivo. Necesita comprobar la ausencia de amenazas.
Es domingo. Es el día de descanso de Elba, la enfermera, así que tiene todo el tiempo del mundo. Cruza el comedor pequeño, prende la tele, pone la carrera. La primera del día, la repetición de la Fórmula Uno que corrió de madrugada en oriente. Después vendrá el turismo nacional, el TC pista y finalmente el TC. Para la tarde el resumen del Rally. Siempre es así.
Recién ahora toma conciencia del ruido de los aparatos, el silbido ronco e intermitente del respirador. El sonido muelle que el viejo escucha todo el tiempo, desde el día del accidente. El sonido muelle que se escucha en el departamento desde que el viejo se hartó de la Terapia Intensiva del Hospital Insaurralde y pidió que se lo llevara a su casa para morirse ahí.
Cuántos años ya solamente el viejo y el Negro lo saben.
La vasca ya no está, el negrito tampoco.
A las gringuitas nunca les interesó.
Solamente Mastronardi y Asconzábal.
Y Elba, pero hoy está de franco.

EL PARQUE
Nunca fui bueno contando cuentos le dice Mastronardi a Ribodino en el parque del Hospital Insaurralde. Pero la historia que conté ese día no necesitaba grandes firuletes. El viejo y yo la conocíamos.
Yo no la sé dice Ribodino. Por lo menos en los detalles. Lo grueso lo conoce todo el mundo. El accidente, el negrito…
Te voy a contar lo que le conté al viejo esa tarde. Una tarde áspera de santa rosa dice Mastronardi.


LA HISTORIA
-Sabe qué día es hoy Asconzábal… Santa Rosa.- Mastronardi no lo mira pero sabe que el viejo se estremece. La mirada siempre dura se vuelve feroz. No hay piedad. No hay olvido.
El monólogo de Mastronardi es implacable, monótono. No quiere informar. Quiere golpear, herir.
El otro ya conoce la historia.
-Cinco años ya. Cinco. El negrito estaba feliz, hasta me había llamado para contarme de la moto nueva que le había regalado su abuelo por los dieciocho. Tres años hacía que no me hablaba, pero ese día me llamó. Lo saludé por el cumpleaños y ahí nomás me largo la novedad. La moto. La grande, la que él quería hacía tanto tiempo. Regalo suyo, Asconzábal. El negrito me dijo que la iban a probar en la ruta, usted en la suya y el en la nueva, que se iban a ir a Santa Fe. Que si todo salía bien capaz que se animaba y se iba para San Rafael.
Mastronardi hace un silencio. Trae el balde. Abre la válvula que deja escapar el pis de la bolsa.
-Si todo salía bien.
Ahora desengancha el sachet de la alimentación, le limpia el caño que conecta el estómago del viejo con el exterior. Coloca un recipiente nuevo.
-Pero todo salió mal. Por si no se acuerda, Asconzábal. Setentaicinco kilómetros hay desde ese cruce hasta Ciudad Insaurralde, cuarenta hasta Rafaela. El camionero no se enteró nunca. Usted sobrevivió.
Mastronardi reacomoda el respaldo de la cama ortopédica. Acomoda la cabeza del viejo de frente al televisor. Aparecen las primeras imágenes del Rally.
-Para cuando llegamos de Mendoza no había nada que hacer. El negrito frío en la heladera del Hospital, usted postrado de por vida. El papel pidiendo que lo traigan a su casa ya firmado por su apoderado.
Mastronardi desengancha el tubo que conecta el suero al antebrazo del viejo. Juguetea con la sangre que brota de la aguja.
-Poco aguantó la gringa. Me dejó una carta pidiéndome perdón y se las tomó. Se fue a vivir a Chile con las gringuitas, a Valdivia. De vez en cuando me escriben las mocosas. No la nombran, de ella no supe más nada. Así que así nos quedamos solos los dos, como viudos de quién sabe qué…
Mastronardi limpia la cánula de la traqueostomía, le aspira los mocos.
Se levanta.
Sale para la cocina.
Vuelve con la cafetera.
Desconecta el tubo del respirador.
Calza el embudo.
Sirve el café.
Le agrega dos cucharadas de azúcar.

FINAL CAJA NEGRA
-¿Y después?- La pregunta sale sola, Ribodino se ha quedado callado.
-¿Después qué?-
Me pide un cigarro.

Se lo doy.

martes, 17 de diciembre de 2013

PM

No me quiero dormir dice el viejo.
Por qué le pregunto.
Porque no, pero yo sé que no es esa la respuesta, hay algo más.
Lo miro.
Lo espero.
No me quiero dormir vuelve a decir.
No respondo.
Lo conozco, sé que si hay una segunda frase, una diferente, llegará a pesar de que el interlocutor pregunte y repregunte.
Algunos piensan que el viejo está demente (como un acróbata demente saltaré se me aparece indefectiblemente ese verso cuando aparece esa palabra, demente) pero yo sé que no. Nunca lo vi tan lúcido, tan rápido intelectualmente. Y eso que el viejo era una de las voces más temidas de su tiempo.
Ahora está achacado. No come casi nada. Casi no lee. Dice que lo último interesante se publicó antes de mil novecientos noventa y que todo se fue a la mierda después, hasta la literatura.
Le pregunto si quiere algo.
No.
No me quiero dormir.
Le acomodo la almohada. Le cambio de posición la lámpara. El viejo me mira como agradeciendo esos gestos inútiles que acompañan a la cortesía.
Gracias dice. Siempre fue educado. Aunque fuera redundante. Sólo castigaba la deslealtad.
Por eso lo de Helena, pero no vale la pena abundar en detalles. La última vez que le pregunté me miró desde la tristeza y nunca más toqué el tema.
Por eso lo de los hijos. No los echó. Fueron lo suficientemente inteligentes como para descubrir que ya no había vuelta atrás y se fueron uno por uno.
Cuentan que dijo el viejo que fue ése el último día, que todo lo demás fue epílogo.
Le gustan las metáforas, las analogías.
No me quiero dormir dice el viejo.
Espero.
La segunda frase no llega.
La noche se alarga, se estira.
No tengo obligación de quedarme.
La enfermera duerme en el comedor.
El timbre está al alcance de la mano del viejo. De la izquierda por supuesto, la otra para qué.
Al pedo dijo el viejo cuando le pusieron cuidadores y alarmas. Los timbres no suenan donde deberían. Nunca más mencionó el tema, pero lo aceptó. No tenía opción.
No me quiero dormir dice el viejo.
Ahora sí parece que ha llegado el delirio.
Lo miro.
Pero no, sigue ahí. Firme. Sereno.
Me mira.
No me quiero dormir dice. Si me duermo se termina el día.
Y viene otro.
Que puede ser el último.
O no.
Puede ser que éste sea el último.
No me quiero dormir dice el viejo.
Lo miro.
Saco un libro.

Leo en voz alta.

miércoles, 11 de diciembre de 2013

EL PARTIDO

Mucho tiempo después el viejo seguía contando la historia.
Era una de esas historias simples, sin grandes héroes, sin grandes eventos. Una historia tal vez insignificante si la sacamos del contexto en el que ocurrió.
Pero nada pasa fuera de un contexto.
Nada es aislado.
Nada es inerte.
Nada es aséptico.

Hace frío. Este detalle no tiene tanto valor porque siempre hace frío en junio, especialmente en una zona como aquella a mitad de camino de todo en plena pampa gringa, sin un reparo decente, sin un refugio contra el viento y la lluvia. El viejo acaba de poner a calentar el agua para el mate. De fondo el locutor repasa los últimos partidos de la Selección en su camino a la magna tarde de hoy en la que se  redefine una identidad, una forma de sentir, un ser nacional. El viejo sonríe. Piensa en lo que diría el hijo si estuviera ahí con él. Pero el hijo no está. Se fue a Córdoba a estudiar para Doctor.
En esa memoria anda el viejo cuando escucha el llamado desde el portón. Se resiste a nombrar tranquera a lo que llama portón porque eso sería reconocer una cierta pertenencia rural. El viejo discute y discutirá hasta el día de su muerte su realidad urbana, aunque la casa esté a casi media legua de la última cuadra asfaltada del pueblo. Por eso, dice, su casa tiene portón. Tranquera tienen los ranchos. O las estancias.
El llamado viene, entonces, desde el portón. A la distancia el viejo adivina la forma de un hombre. Ya va grita mientras busca el saco gastado, el de todos los días. El otro lo guarda para el día que vuelva el hijo, porque el hijo va a volver. Mientras se acerca ve que quien golpea no se fija en él.
Quien golpea mira hacia los costados. Hacia atrás. Más allá del techo de la casa. Y tiembla.
De frío. Es junio, está fresco pa chancletas decía el hijo. El viejo no logra esquivar la sonrisa.
De miedo. Quien ha temblado de miedo pero de miedo real, de miedo definitivo, reconoce las miradas. Y el viejo tiembla cada noche, cuando piensa que en una de esas es verdad, y el hijo no va a volver.
Por las dudas vuelve rápidamente y manotea lo primero que encuentra. Una manta, un poncho, no importa. El recién llegado agradece el gesto desde que lo adivina.
El viejo franquea el paso. Los dos hombres caminan ahora en dirección al alero de chapa. Cuando llegan a la casa, se presentan. Parece que hubieran necesitado esa protección, salir de la intemperie.
-Soria- dice el viejo.
-Alfredo Elías Kramer- dice el recién llegado. Está sucio, huele mal. Se nota que no ha comido bien en los últimos tiempos, pero no por carencia sino por negación. Si el viejo fuera más indiscreto vería las marcas de los golpes.- Kramer, Alfredo Elías. Alfredo. Kramer. Alfredo Elías Kramer.- La voz repite sin parar como un mantra el nombre, el apellido completo. No hay descanso en la pronunciación. La voz sale de un tiempo anterior. Parece recién llegada, casi recién nacida.
El viejo vacía la pava y la vuelve a cargar. El agua para el mate no debe hervir.
-¿Gusta?- Ofrece.
-Sí- Acepta.
En la pantalla en blanco y negro está por empezar el partido. La cancha está al explotar de gente. Los bigotes gruesos del general presidente aparecen en primer plano. De un lado el marinero, del otro el aviador.
-Dicen que en Córdoba hay televisión a colores- dice Soria.
-Puede ser- duda Kramer.
El viejo convida pan. El recién llegado acepta. Come con avidez pero cuidando las formas. Se le ve la ciudad, pero en otra vida.
-Mi hijo se fue para Córdoba hace tres años, a estudiar para Doctor. La última vez que vino me dejó el carnet de la Biblioteca para que le devuelva unos libros.- Comenta Soria. Kramer asiente. Busca los libros con la vista. Los encuentra.
-Permiso- Pide.
-Adelante-
Soria ceba mate. La mirada de Kramer deja de huir. Repasa las portadas con ternura, con nostalgia. En la tele el matador mete el primero.
El mate pasa, va, viene.
La única voz es la del relator. La del relato. Del partido. Somos los mejores del mundo. Humanos. Derechos.
Soria ceba. Kramer toma, ofrece cortar más pan. Lo hace.
Empate. Alargue.
El matador un gol más. El del rojo otro gol. El general presidente festeja. El marinero y el aviador también. Soria y Kramer se miran, se dan la mano.
-Salud campeón-
-Salud-
Ya es de noche. El gran capitán recibe la copa.
-¿Se queda a cenar?- Pregunta Soria.
Kramer asiente.
-Si no es molestia…-
Soria no responde.
Kramer pone otra vez la pava a calentar.
-Éramos como veinte- dice- Éramos como veinte, de Córdoba y alrededores. Sobre todo estudiantes. De Medicina. Nos cargaron en un tren para llevarnos a Buenos Aires decían, para redistribuírnos. Necesitaban datos decían, nombres.-
El viejo trajina con la cena. Pero escucha atentamente.
-En un cruce de vías pedí para ir al baño. Salté por la ventana y corrí. Hace de anoche que corro para el sur.
El viejo piensa. La distancia al cruce de vías se cuenta en días, nunca en horas.
-Rápido habrá corrido-
-Mucho- dice Kramer- Es muy jodido ser más rápido que una bala. La noche ayudó.
Comen en silencio.
Soria acomoda la habitación del hijo. Kramer acepta y se acomoda.
-Buenas noches.-
-Buenas.-

Amanece. El viejo saca la chata del galpón.
Kramer se baja en el cruce de rutas, a la entrada del pueblo. Está afeitado, limpio.
En un bolso lleva dos mudas de ropa del hijo y los libros de la biblioteca.

Cuando se da vuelta para agradecer Soria ya no está.