viernes, 31 de octubre de 2014

FACHOS DE FEISBUC

Kramer piensa.
El desafío es complejo dada la hora de la madrugada en la cual tal situación se presenta, las ocho de la mañana no es un momento especialmente diseñado para el análisis sutil pero bueno, es lo que hay.
Kramer escucha las noticias y piensa, analiza, contextualiza.
Kramer decide que ya ha encontrado su vocación.
“Cuando sea grande, yo quiero ser fascista”
No se asombren, las ocho de la madrugada son ásperas a veces.
Yo quiero ser fascista se dice Kramer, pero no un facho completo, de cabeza pelada, borcegos y camisa negra. No por lo menos con este calor. No.
Yo quiero ser un fascista de mensaje a la radio, un nazi de red social, un justiciero de feisbuc.
Kramer piensa.
Yo quiero ser uno de esos tipos que tienen todas las soluciones. O mejor, esos que tienen la misma solución para todo.
Piensa Kramer que en realidad lo que se ha logrado es la simplificación absoluta del mundo contemporáneo, la respuesta a todos los interrogantes antropológicos desde Levi Straus para acá.
El facho 2.0 entendió el modo, la manera. Si siempre es el otro el que tiene la culpa y ese otro no tiene solución posible dentro de su esquema moral natural (porque la naturaleza se guía por la moral, todos lo sabemos) ergo ese otro sobra. Por consiguiente es lícito eliminarlo.
No solamente es lícito sino que es casi obligatorio.
Entonces, si algo es obligatorio la responsabilidad no existe.
Y Kramer, desde chiquito, siempre quiso ser un irresponsable.
Kramer piensa.
Y se da cuente de que lo mejor de ser un facho de red social es la posibilidad de pedirle, casi ordenarle a otro que se encargue de negros, locos, putos, lesbianas, aborteras, divorciados, pobres y bomberos.
Una sola luz de alarma se prende en el cerebro de Kramer, y es el hecho de que el facho de tuiter no piensa que él podría ser alguna vez el otro de alguien. Y ahí nomas se da cuenta de que tal situación no se plantea, ya que el facho 2.0 ES alguien, por lo que nunca podría ser el otro.

Acto seguido Kramer se ata los cordones y sale al mundo.

domingo, 5 de octubre de 2014

CARLINA

Carlina mira por la ventanilla.
El paisaje es el mismo de hace unos meses, pero en sentido es opuesto. Segunda vez hacia el sur, otra vez la ruta de ida. O de regreso, porque Carlina ya no sabe
cuál es el punto de partida del viaje o de la historia. Ya no sabe cómo
diferenciar si el viaje determina la  historia, o si es al
revés.
Mira los postes de electricidad y de alambrado, el verde oscuro de la soja transgénica y tenaz. Si hubiera leído entendería la relación entre la
planta y el cáncer que se llevó a su viejita, pero Carlina apenas sabe firmar, sumar
y restar lo que le enseñaron cuando bajó a Buenos
Aires. Le dijeron que más no necesitaba, que saber mucho no es bueno ni
necesario.
Carlina era chica, apenas señorita, cuando la Señora pasó por el
pueblo y paró, con su marido y los chicos, en el comedor en el que trabajaba su
viejita. La piba atendía las mesas para sumar una moneda y a la Señora le gustó lo
educadita que era, lo limpita que parecía. Dicen que hubo plata de por medio,
nadie puede asegurarlo porque nadie vio nada, y a las diez de la noche del día siguiente Carlina se tomó el colectivo
. La Señora la esperaba en la Estación de Retiro. El auto
era grande, alemán, más cómodo que la pieza en la que ella dormía con sus
tres hermanas.
La casa estaba protegida por una pared gigantesca bien larga y bien alta, partida
al medio por una reja de hierro forjado, “artesanal”, decía la Señora, y a Carlina le
gustaba la palabra. Se acordaba del puesto de comidas a la orilla del río, allá en su
pueblo. Decía Chipá. Comidas caseras y cerveza artesanal, decía el cartel que
invitaba a pasar y sentarse. La reja, en cambio, no dejaba pasar a nadie, “Sirve para dejar
afuera a los extraños”, decía la Señora. A los negros y a los paraguayos decía el
Señor, y agregaba “a los paraguayos malos, no a los buenos como vos”. Carlina quería aclararle que ella era argentina como él, o como sus hijos, pero no se animaba. “Vos sos buena paraguayita” decía el Señor. “Gauchita” dirían después los hijos entre risas.
La pieza de Carlina había sido un depósito al fondo de la casa, cruzando el patio, “el jardín”, decía la Señora. Los perros se acostumbraron rápido a su presencia. En las conversaciones domésticas el depósito nunca fue la habitación de Carlina, todavía era el depósito o, como mucho, “La cueva de la paraguaya”, como le decía el Señor. Cuando los chicos crecieron pasó a ser “La cuevita del amor”. Con plata podés comprar muchas cosas, pero la creatividad y el buen gusto vienen o no. En fin.
Carlina nunca fue bonita pero era discreta, o callada, todo depende del contexto. Pero estaba a mano, así que los chicos sólo tuvieron que cruzar el jardín para debutar o para sacarse las ganas de ahí en adelante. Derecho de
pernada, dirían los libros; hijos de tigre, decía el Señor cuando se hablaba del tema en asados de hombres.
Por la ventanilla la noche se hace larga. Carlina vigila el asiento de la ventanilla; no se anima a dormir, tiene el sueño pesado y podría pasar cualquier cosa. Pero no, nada pasa y el viaje será normal, sin sobresaltos. La dejaron cambiar de asiento a uno doble desocupado, la ayudaron a subir, la dejaron pasar en las filas. Parece que todavía queda gente buena, o educada al menos. Como la Gallega, la doctora del Periférico de Beccar que la atendió las tres veces y las tres veces le explicó cómo cuidarse, pero no sabía que la Señora no la dejaba salir, y que por eso se tenía que escapar. 
O como el Doctor Alejandro, de la Maternidad, que la recibió las tres veces después de ponerse las pastillas que la Señora le conseguía de un amigo farmacéutico del Centro porque una cosa es un bebé querido y otra un polvo desafortunado, según decía el Señor. “¿Otra vez te caíste, Carlina? Otra vez che Doctor. Casa peligrosa esa Carlina. Es verdad che Doctor.” Tres veces había tenido ese diálogo y a la cuarta el Doctor Alejandro la ayudó a escaparse. “Volvete a tu pueblo y no vengas más por acá” le dijo. Hasta le había dado la plata para el pasaje.
Cuando la noche se termina, el colectivo se detiene en Panamericana y Thames. Carlina se baja con ayuda y mira hacia adelante, hacia el Centro. No necesita ir allá, esta vez nadie  la espera en la Estación de Retiro. Hace ya un año que se fue a su pueblo, donde ya nadie la esperaba. Su viejita se había muerto, de su padre nunca supo, sus hermanos se habían ido. 
Cómo sobrevivió no lo sabemos y tal vez no importe tanto. 
Le ofrecen un remís, no lo acepta, le preguntan si puede sola y dice que sí, que gracias, que va acá cerca nomás. No lleva mucha carga ni por mucho tiempo.
Cruza la Autopista, llega a la Avenida, encuentra la pared y la reja “artesanal”. De una de las molduras cuelga el bolso, abierto apenas para que el bebé respire. Está bien abrigado y en el colectivo ella le ha dado el pecho por última vez.
Con un alfiler de gancho fija la tarjeta que dice “Una cosa es un bebé querido y otra un polvo desafortunado”. 
Toca el timbre y se va.

miércoles, 1 de octubre de 2014

PLATO FRÍO

Bernardi siente la vibración del celular en el bolsillo de la camisa leñadora, mete la mano y lee: “Campbell está por salir para la plaza”. Apaga el teléfono. Si nada falla, habrá llegado el día. Entra a la portería del Edificio de la Sociedad Española de Socorros Mutuos, donde trabaja y vive desde hace treinta años. Busca la funda en el ropero.
-¿A dónde vas?- la voz de Flavia llega desde el fondo de la siesta.
-A la terraza.
-¿A esta hora?
-Sí, tengo que arreglar la reja del tendedero.
Bernardi toma el ascensor. Podría ir por la escalera, ocho pisos no son un 
problema para él, pero hoy necesita estar lúcido.

En la planta baja del Colegio del Santísimo Sacramento Camilo se acomoda como siempre en el último inodoro del baño de la primaria, el último refugio que le queda para leer en el recreo largo. Espera que Juan Cruz y los rottweilers no
lo encuentren. 
De pronto la patada rompe el cerrojo, la hoja de madera golpea y quiebra la nariz de Camilo, que sangra.
-No llores puto de mierda- grita Manuel, el ladero de Juan Cruz.-Los hombres no
lloran.
Camilo cae y le patean la cabeza, las costillas, las piernas. Uno de los perros, no
distingue cuál, le pisa los anteojos. Lo levantan. Le hacen el submarino. Le rompen
la mano derecha con un borceguí que escapa al uniforme del Colegio. Ya no
podrá tocar la guitarra.
-Lástima- dice Juan Cruz- una pérdida para la música.
Los padres de Camilo intentan una tibia protesta. El Padre Rector les recuerda que
su hijo está becado y que parte de ese dinero llega, de seguro, gracias a las generosas
donaciones que llegan por parte del Doctor, que no vería con buenos ojos  una
sanción a su hijo por una travesura adolescente.
-Además, la imagen de la Institución, imagínese usted…
La madre pide, como compensación, que la Escuela o el Doctor se hagan cargo de
la curación de su hijo. Es un último recurso, casi una limosna.
-Veremos qué se puede hacer.- dice el cura.- Que dios los bendiga.

La mano derecha curó tarde y mal y Camilo dejó la música para siempre. Se hizo
zurdo a la fuerza, a duras penas terminó la secundaria. Quiso empezar una carrera
en la Universidad local, una ingeniería, un profesorado pero la muerte del padre terminó
de arruinarle el futuro y el presente. La madre hizo un brote psicótico, esquizofrenia o algo así y él tuvo que internarla en el Pabellón de Salud Mental del Hospital Carrasco.
Juan Cruz en cambio sí fue a la Facultad y tras recibirse de médico con honores se especializó en
Francia, en transplante de órganos. Cada uno de sus logros aparecía en el Diario local, propiedad
de la familia de uno de aquellos rottweilers del principio de la historia. Cuando volvió
al país dijo que era por nostalgia, nadie le creyó.

“El mundo es un lugar hostil para las almas sensibles” piensa Bernardi mientras se
acomoda los auriculares. Miles Davis, Kind of Blue. Busca el rincón de la terraza que
da justo al centro de la Plaza del General. Todavía no abre la funda, faltan unos
minutos.
Sabe que la rutina de Campbell es siempre la misma. Antes de una operación importante cruza la Plaza hasta el Hotel Fundador, saca un café de la máquina y se
sienta a tomarlo en el tercer banco a la derecha del monumento. Hoy no será la
excepción, no puede serlo. La cirugía de hoy, el primer transplante de hígado, es la más importante en la historia de la ciudad.
Bernardi abre el estuche, saca un rifle CZ 22 Magnum a cerrojo fabricado en
República Checa. El instructor del Club Tiro y Ciclismo le recomendó esa arma, dijo
que para lo que él necesitaba era suficiente.,
Apoyado en la baranda de la azotea se acomoda en posición de disparo, la mano izquierda firme, segura sobre el gatillo.
Educar esa mano fue difícil pero lo logró.
Camilo Bernardi respira hondo y apunta.
Juan Cruz Campbell no llega a comprender de dónde sale la bala que le destroza la

mano derecha.