martes, 8 de diciembre de 2020

Adentros

 -El mundo está afuera

-¿Cómo?
-Eso. El mundo está afuera.
En la sartén, el aceite se calentaba. Las manos de la vieja sobaban la mezcla de harina, grasa, sal, polvo de hornear y agua. Después, estiró el bollo con el palote que había sido de su madre y que era lo único que había podido rescatar cuando abandonó los llanos de noche, porque nadie se va cuando ya ha amanecido. Se mojó la mano y echó unas gotas en el aceite que chilló, ya a punto. Cortó la masa en rectángulos irregulares que fue poniendo a freír con cuidado, mientras silbaba un tango a su manera, estirando la boca fruncida hacia adelante, dejando salir el aire de a poco, en soplos entrecortados.
-El mundo está afuera.
-Y adentro, ¿qué hay?
-Adentro estamos nosotros.
-¿Todos juntos?
La vieja miró al hombre como con piedad o, mejor, con ternura. Con la ternura de quien le había enseñado a limpiarse el culo.
-No, m'hijo. Adentro hay lugar para uno.
-¿Y los demás?
-Cada uno hace lo que puede. Algunos encuentran un sitio, otros no.
-¿Y dónde se quedan?
-Afuera.
La vieja puso las tortas fritas en una bandeja. El hombre llenó el termo con el agua caliente y preparó el mate. Promediaba noviembre, pero ese día había sido caluroso y húmedo.
-Allá, en los llanos, el calor es seco.
Se sentaron a la sombra de un gigantesco árbol de alcanfor.
-Cuando la Señora construyó esta casa, el Doctor compró todas estas plantas.- La vieja nunca hablaba de ellos por su nombre.
-No sabía que al Doctor le gustaran los árboles.
-No. Él amaba el sol.
Era verdad. El hombre recordó la imagen de su padre, sentado al costado de la pileta, a la hora feroz de la siesta, leyendo a José María Rosa.
-Pero más amaba a la Señora, por eso hizo el jardín más hermoso, el que ella siempre quiso.
El hombre cebó el mate, mordió una torta frita. La nostalgia se le metió por la garganta, como en un viejo cuento. Como en una antigua canción de cuna.
La vieja juntó las manos sobre la falda, miró hacia la calle. Los hijos del hombre, que le decían Tata, pasaron por su vera y saquearon la fuente. El más grande la besó, el más chico le cantó. La mujer salió de la casa, y se sentó con ellos.
-El mundo está afuera- dijo la vieja- por eso hay que dejarlo ahí. Adentro está cada uno, y lo que cuenta.
-¿Y los otros?- preguntó la mujer.
-Los otros están ahí. Esperando.
-¿Y si alguien quiere entrar?
-No se puede. Como mucho, se puede achicar el mundo que hay entre cada uno.
Afuera, empezaba a refrescar.
-En los llanos, el frío no es como acá.
-¿Cómo es?
-Es seco. Se lo pasa mejor. Salvo cuando nieva en el cerro. Por eso, siempre hay que tener la leñera llena.
La mujer entró en la casa y volvió a salir llevando dos mantas tejidas. Puso la más pesada sobre los hombros de la vieja.
-Mi mamá sabía hacer mantas como esta.- dijo la vieja.- Pero todas se quedaron en los llanos. No había mucho lugar en la valija, y el sur quedaba lejos para ir muy cargadas.
-¿Para dónde se fueron?
-Al sur, para afuera.
-Y adentro, ¿quién quedó?
-Adentro quedó alguien, y mucho mundo en el medio. Cada vez más.
El mate pasó de mano en mano. El agua se terminó, el hijo mayor llenó otra vez el termo y se sumó a la ronda. La vieja cerró los ojos.
-En el sur estuvimos como cinco años, pero no nos gustaba. Los cerros de allá son distintos.
-¿Distintos en qué?
-Tienen árboles, hay unos lagos enormes, hace frío. No hace calor nunca, las manos se rompen al trabajar.
La mujer se arropó. El hombre renovó la yerba. La noche se cerró. El hijo menor fue hacia el parrillero, acomodó las ramas secas, el papel y el carbón. Mientras agitaba la pala de plástico, para avivar las llamas, buscó música en el reproductor.
-A la Señora le encantaba la música.- dijo la vieja
-¿Y a mi papá?
-El Doctor era totalmente sordo. Decía que las bombas de la Capital lo habían dejado así.- la vieja devolvió el mate.- Gracias, m'hijo.
Una lechuza se paró sobre uno de los faroles del patio, ululó, se quedó mirando hacia la casa.
-Antes, no había lechuzas por acá. Pero tampoco había gente. Cuando llegamos, esto era todo monte.
-¿Por qué se vinieron desde el sur?
-Hay cosas que no hay que saber.
-¿Viniste sola?
-Hay preguntas que no hay que hacer.
El hombre entendió que era inútil insistir.
-Cuando la Señora quedó de encargue, pusieron un cartel en la panadería. Tenía una panza muy linda, y se reía todo el tiempo. El Doctor le leía cuentos.
-¿No le cantaba?
-No. Le leía. Las viejas que vivían cerca de la Estación le contaban los días, para ver si el nacimiento llegaba en la fecha.
-¿Y llegó en fecha?
-¿A quién le importa? Ellos eran adentro, y entre esos adentros no había lugar para otra cosa. Después del hombre mayor vino el hombre menor, y después todo lo otro.
-Y vos.
-Y yo.
-Hasta que se fueron.
-De madrugada. Nadie se va cuando ya amaneció.
Los hijos sacaron la carne a punto, prepararon las ensaladas, abrieron el vino. La cena fue larga, la sobremesa lo fue más. Se contaron historias, muchas de ellas reales.
-¿Todo eso pasó de verdad?- preguntó la mujer.
-Casi todo.
La noche se fue terminando de a poco.
-¿Y ahora?- preguntó el hombre.
-Nadie se va cuando ya amaneció- dijo la vieja.
-¿Y yo, qué tengo que hacer?
-Buscanos.
El silencio se trepó por la ramas del alcanfor.
Por el lado de la ruta, empezó a salir el sol.

domingo, 29 de noviembre de 2020

2020

 Noviembre se moría de a poco, pero las noches todavía eran frescas. El Tano bajó la persiana del almacén y se acercó. Yo estaba, como siempre, sentado en el tapialcito que separaba el jardín de la casa de mis viejos de la vereda. Me dio un cartón de Parisiennes que traía bajo el brazo

-Tomá, un regalo.
-¿De cumpleaños?
-De despedida.
-¿Te vas de viaje?
-Sí.
-¿Vacaciones?
-Ponele.
Sacó un atado de cigarrillos paraguayos del bolsillo de la campera, convidó. Fumamos en silencio. Un Palio negro todo oxidado pasó por la calle, la ventanilla abierta dejó una ráfaga de la canción del brujito.
-¿Se puede saber a dónde vas?
-No.
Muchos años de conocernos, sin llegar a ser amigos, fueron suficientes para saber que no era necesaria otra pregunta. El Tano se terminó el cigarrillo, lo aplastó con la suela de la Topper negra. Como un mago de cumpleaños hizo aparecer dos latas de cerveza helada.
-Salú.
-Salú, Tano.
El primer trago le costó, pero una vez que lo pudo pasar empezó a hablar sin parar, como si algo se hubiera destrabado de golpe.
-Marisa odiaba el fútbol.
-Ajá.
-Sí. Nunca le gustó. En realidad, lo único que le gustaba mirar eran las olimpiadas. Se pasaba horas viendo competir a gente de países desconocidos, y después se conseguía documentales o pelis de atletas, esas historias de vida de tipos que de un caserío en el medio del África salen corriendo una madrugada y terminan con la medalla de oro en el cogote.
Mientras me tomaba la cerveza, trataba de entender de qué iba la charla.
-Lo que a ella le gustaba, sobre todo, era el talento de la gente. Para jugar a algo, para hacer música, para cocinar una torta.
-¿Y a vos, qué te vio?
-El talento para los negocios, capaz.
Nos reímos de melancolía.
-Nos conocimos en un centro cultural que había para el lado del Barrio de los Alemanes, hace 25 años. Unos pibes del taller de cine habían hecho una peli sobre los ídolos de la gente. Obviamente, Él se llevaba la mitad del documental.
-¿Y Marisa qué tenía que ver?
-Dirigía el taller literario.
-¿Marisa? No le conocía esas inquietudes.
-Cada uno es más lo que oculta que lo que muestra.
El Tano sacó dos latas más.
-La cuestión es que en centro laburaba un flaco que había jugado con él en la inferiores, allá en Buenos Aires, y lo llamó. Te la hago corta: el chabón se vino a escondidas, vio la peli y se quedó hasta el otro día contando historias y comiendo choripanes con nosotros.
-Y ahí se conocieron con Marisa.
-Así fue. Yo llegué sobre la hora, y no había más lugar para sentarse, así que me quedé apoyado en el portón. Al fondo, contra la pared, había una especie de grada. Marisa me vio y me llamó, me hizo un lugarcito, se presentó. El resto es historia vieja, como toda historia. Al mes, estábamos viviendo juntos, a los seis meses pusimos el almacén. Después vinieron los pibes, y el resto.
El Tano prendió otro cigarrillo. Yo abrí el primer atado del cartón. La llama del encendedor se reflejó en los cristales de los anteojos del almacenero.
-¿Cuándo fue lo de Marisa?
-Tres meses.
La mujer había sido la tercera muerte local de la epidemia.
-Y ahora esto.
-Año de mierda.
Por la calle, pasaron dos adolescentes con la 10 de la selección. Iban cantando que llegó la mano de Dios.
-Será que era Dios. -dijo el Tano.
-Será, nomás.
El Tano se subió el cierre de la campera. Metió la mano en la mochila.
-Un último regalo, Polaco.
-No hace falta, dejá...
La mirada definitiva de mi vecino no me permitió seguir.
-Chau, Polaco.
-Chau, Tano, nos vemos a la vuelta.
Mientras se iba caminando me quedé mirando lo que me había dejado. Una remera blanca viejísima, con una dedicatoria escrita con marcador negro:
"Para el Tano y la Marisa, que van a ser para siempre" y la firma inconfundible.
Esa fue la última vez que lo vi.