UNO
CONTEXTO
Fue para la época de las
quemazones, en el año aquel en el que se rompió lo que creíamos que podía ser
para siempre. Tal vez la referencia cronológica no le aporte mucho sentido al
relato, pero para mí es fundamental.
Por el fuego, por la quema
de los pastizales. Por el año en el que dejé de creer en tantas cosas. Porque
sólo situándome puedo relatar, puedo reproducir la historia que aquel viejo me
contó una tarde áspera de agosto de 2013, una tarde de santa rosa.
RIBODINO
Esa tarde había salido,
como siempre, al parque del Hospital a fumarme un cigarro. Lo de parque es una
concesión que no hace justicia al yuyal abandonado en que se había convertido
la parte de atrás del citado nosocomio, por el que pululaban toda clase de
alimañas salvajes y domésticas. Algunas leyendas referían incluso la existencia
de cadáveres nunca reclamados. Se explicaba la ausencia de olores nauseabundos
por las propiedades momificantes de la sal de la laguna, arrastrada por los
feroces vientos del norte que últimamente azotaban la región. Nunca se aclaró
del todo el tema.
Esa tarde, entonces, eligió
el viejo Ribodino para acercarse y manguear un pucho.
Ribodino había sido muy
amigo de mi viejo. Decía que había sido él, el Doctor Kramer, el que lo había
hecho nacer de nuevo. Cuando lo nombraba se le notaban las mayúsculas. Después
de la muerte de mi padre el viejo se había encariñado conmigo, quién sabe por
qué concepto de lealtad entre pecador y redentor.
Pero me estoy yendo del
fondo, del meollo de la historia.
Fue para la época de las
quemazones, decía.
Una tarde áspera de santa
rosa.
El viejo Ribodino se me
arrimó, me pidió un cigarro y me dijo
-Una tarde como esta puede
ser fatal.-
-Ajá-
-Sí. No hay más que
recordar lo que le pasó a Mastronardi una tarde como ésta.
-¿A quién?-
-A Mastronardi, ¿no te la
contó tu viejo a la historia?
-¿El cabo Enfermero Juan
Antonio Mastronardi? Hubiera jurado que era un mito urbano, uno de los
personajes legendarios que se inventaba mi viejo.
-No pibe.- Ribodino
insistía con llamarme así cerca de mis cuarenta.-Mastronardi existió y me contó
lo que me contó parado casi donde estás vos ahora. Escuchá.
MASTRONARDI
El cabo enfermero Juan
Antonio Mastronardi había nacido a la orilla de la Laguna , nunca se supo muy
bien el lugar específico. El se definía como Lagunero. Así incluso llenaba los
papeles burocráticos. Lugar de
Nacimiento: A la orilla de la laguna. Si alguna vez tuvo un documento nadie
lo vio. Por los tiempos de Illia consiguió entrar a la Policía , casi como una
manera de tener un laburo fijo. Una vez ahí lo mandaron al Churruca en Buenos
Aires, el hospital policial. De ahí le apareció la vocación por la enfermería.
Él decía que era la primera vez que elegía algo.
En el Churruca la conoció a
la Vasca , jefa
de mucamas de extraña belleza como a él le gustaba decir. La persiguió durante
dos años, hasta que la amansó. Dicen que el problema era el padre de la Vasca , un tal Fermín
Asconzábal Ibarreta, que no lo quería a Mastronardi porque era negro y
enfermero. Eso es laburo de minas y de putos decía. Más de una vez se lo dijo
al Negro de frente y de mala manera, cuando la iba a buscar a la Vasca para salir.
Se lo remarcó el día que se
fueron a vivir juntos, y al nacer cada uno de los tres hijos que tuvieron. Sobre
todo cuando nació el más chico, el preferido del Negro por morocho y peronista
decía. Las nenas eran rubias y bellas a la manera de la madre.
Salió a vos le dijo el
viejo. Esperemos que no salga también puto y policía. Eso lo dijo mientras
recibía el café que le servía la
Vasca , como siempre, negro y con dos de azúcar.
RIBODINO
-Che, ¿en serio que tu
viejo nunca te contó la historia?
-Sí, algo me contó. En
realidad me contaba como anécdotas.
-Cuando se sentaba para
contar, ¿te acordás?
-Cómo no me voy a acordar
EL DOCTOR KRAMER
-A veces me agarra que me
quiero acordar de mi viejo pero no como médico. Es más, a veces me quiero
acordar de él pero no como padre. A veces me agarra que me quiero acordar de mi
viejo contando historias. Ni siquiera quiero acordarme de las historias que
contaba sino cómo se ponía para contarlas. ¿Se acuerda Ribodino?
-Lo estoy viendo…
-Sentado en el silloncito
de caño y madera
-¿Todavía lo tenés?
-Por supuesto.
-…
-Y entonces mi viejo se
sentaba todo cruzado. Cruzaba las piernas y cruzaba los brazos con las manos
para atrás y empezaba a contar. Era impresionante la capacidad de detalle que
tenía…
-Y cuando se ponía medio en
pedo…
-Sublime. Y se embalaba y
sacaba primero una mano, la derecha y la agitaba por encima de la cabeza…
-¿Nunca se peinó?
-Nunca. Y después sacaba la
otra mano y seguía y seguía hasta que señalaba con el índice derecho, y ahí los
que los conocíamos sabíamos que se venía el remate…
-El decía que no era
mentiroso.
-Los entrerrianos no
mentimos decía, exageramos… Por eso se hacía difícil creerle, y por eso no le
dábamos bola a las historias de Mastronardi.
-¿Qué te contaba?
-La de la regaderita por
ejemplo. Ahí se ponía un poco más serio.
MASTRONARDI
Con el tiempo y los
contactos Mastronardi había conseguido el traslado a Santa Fe primero, y
después a Ciudad Insaurralde. Cuando llegaron el negrito ya tenía seis o siete
años. Era la debilidad de Juan Antonio.
Igualito a él era. Morochón,
el pelo duro. Caminaba igual. Cuando le preguntaban de dónde era decía De la orilla de la Laguna pues, como mi papá.
Asconzábal no dejaba un día
de pasar a verlo, siempre en horarios laborales. Trataba de no cruzarse con El lumpen ese.
Recién llegados el viejo le
regaló la bici.
La de cross a los ocho.
La moto a los doce.
Mastronardi sufría porque
sentía que se le escapaba, que su hijo dejaba de a poco de ser su hijo. Se le
hacía muy difícil competir con el suegro. El otro tenía toda la plata. La Vasca se le había escapado
en la adolescencia para Buenos Aires y por eso el Negro la había encontrado
como la había encontrado.
Esa primera y única
rebeldía era la explicación para la falta de respuesta de la mujer frente a los
desmanes de su padre.
Así que el Negro entró a
buscar la moneda por dónde fuera, y así enganchó en la Fábrica Militar para el 75, 76.
Entró como enfermero de guardia en una especie de dispensario que tenían los
milicos.
Entraba a laburar a las
diez de la noche hasta las seis de la mañana. Parece que al principio todo era
bastante legal, aunque en negro. Así que nadie sabía nada. Solamente la Vasca.
Después fue peor. Lo que se
inició oculto se hizo clandestino. El Negro vio pasar a mucha gente que salía
de civil en autos sin chapa y volvían a cualquier hora. Veía bajar gente
encapuchada. Veía armas largas. Escuchaba gritos, puteadas, golpes. Más de una
vez lo llamaban para limpiar. Nunca preguntó nada. Hasta el día de la
regaderita.
RIBODINO
-No fue Mastronardi. Él no
podía inventar la regaderita.
-Mi viejo tenía la misma
duda.
-No es una duda.
-…
-Primero: solamente un gran
hijo de puta hubiera sido capaz de inventar una cosa así. Mastronardi podía ser
rústico y simple hasta la bruteza, pero no era un hijo de puta.
-Ponele.
-Segundo, el que dijo que
la regaderita había sido un invento del Negro fue Soria. Yo elijo creerle a
Mastronardi. Pero esto es una cuestión de valoración decía tu viejo.
-Sí, así decía.
-Tercero, cuando el Negro
quiso contar lo que pasaba lo amenazaron con boletearlo y por eso se tuvo que
ir a Mendoza.
-¿No se había ido a Chile?
-No, justo fue lo del Sur y
no pudo cruzar, pero estuvo escondido cerca de San Rafael. Bittar le dio una
mano.
-¿Mi amigo?
-El abuelo.
-…
-Y cuarto y último, pibe.
El mismo Mastronardi me contó que fue un accidente, y que a Soria se le ocurrió
usarlo para lo que lo usaron después.
Una de esas noches.
Habían traído uno que
parecía que era importante, y se les había ido la mano con las trompadas.
Parece que lo necesitaban vivo para mandarlo a Córdoba, pero el médico les dijo
que eran todos unos pelotudos primitivos y descontrolados (Así lo contó
Mastronardi). Que no lo habían boleteado de pedo. Que le tenían que poner un
suero a ver si zafaba. Ahí fue que lo llamaron al Negro, que era el único que
sabía como hacerlo. Cuando le pidieron al médico que lo hiciera él los miró con
asco y ni siquiera contestó.
Así que allá fue el Juan.
Tan nervioso estaba que se
le zafó el cañito de la aguja, y empezó a brotar un chorro de sangre que le dio
justo en la cara al tipo éste. La cuestión es que el fulano se pegó tal cagazo al
ver la sangre que se despabiló ahí nomás y empezó a cantar que parecía Horacio
Guarany. Soria fue el primero que se avivó, así que frenó el chorro. Cuando el
tipo aflojaba, el otro soltaba el dedo.
Así nació la regaderita. No
fue Mastronardi.
RIBODINO
-Tiempo puto, ¿no pibe?
-Dicen que va a llover la
semana que viene…
-Sí, a ver si le aciertan…
-Y bueno, si el clima no le
da bola al pronóstico…
-Lo que pasa es que este
clima te trastorna, te saca de las casillas. Mirá si no lo que le pasó a
Mastronardi una tarde como esta.
-No sé, pero parece que
viene larga la historia.
-Viste como es, uno quiere
contar un cuento y termina con una nouvelle.
EL EXILIO
Cuando Mastronardi vio lo
que pasaba se lo quiso contar a alguien, pero nadie lo escuchó así que se fue a
lo del suegro, que tenía conexiones. Le contó. Con detalles.
A la semana una patota de la Fábrica le pateó la puerta
de la casa. Le hicieron mierda todo. Le llevaron los pocos libros que tenía. Le
pintaron las paredes. Se salvó porque se habían ido a visitar a una tía que vivía
para el lado de Colón, en Entre Ríos.
Cuando volvieron el Negro
se cagó todo.
Se armó un bolsito, lo
llamó a Bittar y se rajó para San Rafael. La familia se quedó en Ciudad
Insaurralde. No daba para que se fueran todos al principio, así que se quedaron
en la casa de los Asconzábal Ibarreta. La sonrisa del viejo le dolió a
Mastronardi más que la picana que nunca llegó a recibir.
Estuvo como diez años allá,
escondido, laburando en un dispensario en el medio de la Cordillera. De
vez en cuando la Vasca
y los pibes iban a Mendoza, y se encontraban clandestinos. Más no se podía. No
había banca para irse del país.
Cuando el negrito cumplió
los doce ya no fue más. En ese cumpleaños el viejo le había regalado la primera
moto. Después vendría otra, y finalmente la del accidente.
DOS
MASTRONARDI
Mastronardi toca el timbre
antes de probar con la cerradura.
No sabemos si es un acto
reflejo o si lo hace para regodearse porque conoce la imposibilidad de que
alguien responda al llamado.
Después sí abre con la llave
de la Vasca , la
única que siempre tuvo. Nunca se quiso hacer una copia, incluso cuando ella
todavía vivía con él. Desconoce si el manojo funciona como un talismán.
O como un recuerdo.
No le importa. Nada de eso
le importa esta mañana de domingo de agosto, una mañana áspera de santa rosa.
Abre la puerta y explora
con la mirada el comedor del departamento. Un hábito que le quedara de su
tiempo de enfermero pero sobre todo un acto de defensa de su época de fugitivo. Necesita comprobar la
ausencia de amenazas.
Es domingo. Es el día de
descanso de Elba, la enfermera, así que tiene todo el tiempo del mundo. Cruza
el comedor pequeño, prende la tele, pone la carrera. La primera del día, la
repetición de la Fórmula Uno
que corrió de madrugada en oriente. Después vendrá el turismo nacional, el TC
pista y finalmente el TC. Para la tarde el resumen del Rally. Siempre es así.
Recién ahora toma
conciencia del ruido de los aparatos, el silbido ronco e intermitente del
respirador. El sonido muelle que el viejo escucha todo el tiempo, desde el día
del accidente. El sonido muelle que se escucha en el departamento desde que el
viejo se hartó de la Terapia Intensiva
del Hospital Insaurralde y pidió que se lo llevara a su casa para morirse ahí.
Cuántos años ya solamente
el viejo y el Negro lo saben.
La vasca ya no está, el
negrito tampoco.
A las gringuitas nunca les
interesó.
Solamente Mastronardi y
Asconzábal.
Y Elba, pero hoy está de
franco.
EL PARQUE
Nunca fui bueno contando
cuentos le dice Mastronardi a Ribodino en el parque del Hospital Insaurralde.
Pero la historia que conté ese día no necesitaba grandes firuletes. El viejo y
yo la conocíamos.
Yo no la sé dice Ribodino.
Por lo menos en los detalles. Lo grueso lo conoce todo el mundo. El accidente,
el negrito…
Te voy a contar lo que le
conté al viejo esa tarde. Una tarde áspera de santa rosa dice Mastronardi.
-Sabe qué día es hoy
Asconzábal… Santa Rosa.- Mastronardi no lo mira pero sabe que el viejo se
estremece. La mirada siempre dura se vuelve feroz. No hay piedad. No hay
olvido.
El monólogo de Mastronardi
es implacable, monótono. No quiere informar. Quiere golpear, herir.
El otro ya conoce la
historia.
-Cinco años ya. Cinco. El
negrito estaba feliz, hasta me había llamado para contarme de la moto nueva que
le había regalado su abuelo por los dieciocho. Tres años hacía que no me
hablaba, pero ese día me llamó. Lo saludé por el cumpleaños y ahí nomás me
largo la novedad. La moto. La grande, la que él quería hacía tanto tiempo.
Regalo suyo, Asconzábal. El negrito me dijo que la iban a probar en la ruta,
usted en la suya y el en la nueva, que se iban a ir a Santa Fe. Que si todo
salía bien capaz que se animaba y se iba para San Rafael.
Mastronardi hace un
silencio. Trae el balde. Abre la válvula que deja escapar el pis de la bolsa.
-Si todo salía bien.
Ahora desengancha el sachet
de la alimentación, le limpia el caño que conecta el estómago del viejo con el
exterior. Coloca un recipiente nuevo.
-Pero todo salió mal. Por
si no se acuerda, Asconzábal. Setentaicinco kilómetros hay desde ese cruce
hasta Ciudad Insaurralde, cuarenta hasta Rafaela. El camionero no se enteró
nunca. Usted sobrevivió.
Mastronardi reacomoda el
respaldo de la cama ortopédica. Acomoda la cabeza del viejo de frente al
televisor. Aparecen las primeras imágenes del Rally.
-Para cuando llegamos de
Mendoza no había nada que hacer. El negrito frío en la heladera del Hospital,
usted postrado de por vida. El papel pidiendo que lo traigan a su casa ya
firmado por su apoderado.
Mastronardi desengancha el
tubo que conecta el suero al antebrazo del viejo. Juguetea con la sangre que
brota de la aguja.
-Poco aguantó la gringa. Me
dejó una carta pidiéndome perdón y se las tomó. Se fue a vivir a Chile con las
gringuitas, a Valdivia. De vez en cuando me escriben las mocosas. No la
nombran, de ella no supe más nada. Así que así nos quedamos solos los dos, como
viudos de quién sabe qué…
Mastronardi limpia la
cánula de la traqueostomía, le aspira los mocos.
Se levanta.
Sale para la cocina.
Vuelve con la cafetera.
Desconecta el tubo del
respirador.
Calza el embudo.
Sirve el café.
Le agrega dos cucharadas de
azúcar.
FINAL CAJA NEGRA
-¿Y después?- La pregunta
sale sola, Ribodino se ha quedado callado.
-¿Después qué?-
Me pide un cigarro.
Se lo doy.
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