Mucho
tiempo después el viejo seguía contando la historia.
Era
una de esas historias simples, sin grandes héroes, sin grandes eventos. Una
historia tal vez insignificante si la sacamos del contexto en el que ocurrió.
Pero
nada pasa fuera de un contexto.
Nada
es aislado.
Nada
es inerte.
Nada
es aséptico.
Hace
frío. Este detalle no tiene tanto valor porque siempre hace frío en junio, especialmente
en una zona como aquella a mitad de camino de todo en plena pampa gringa, sin
un reparo decente, sin un refugio contra el viento y la lluvia. El viejo acaba
de poner a calentar el agua para el mate. De fondo el locutor repasa los
últimos partidos de la
Selección en su camino a la magna tarde de hoy en la que se redefine una identidad, una forma de sentir,
un ser nacional. El viejo sonríe. Piensa en lo que diría el hijo si estuviera
ahí con él. Pero el hijo no está. Se fue a Córdoba a estudiar para Doctor.
En
esa memoria anda el viejo cuando escucha el llamado desde el portón. Se resiste
a nombrar tranquera a lo que llama portón porque eso sería reconocer una cierta
pertenencia rural. El viejo discute y discutirá hasta el día de su muerte su realidad
urbana, aunque la casa esté a casi media legua de la última cuadra asfaltada
del pueblo. Por eso, dice, su casa tiene portón. Tranquera tienen los ranchos.
O las estancias.
El
llamado viene, entonces, desde el portón. A la distancia el viejo adivina la
forma de un hombre. Ya va grita
mientras busca el saco gastado, el de todos los días. El otro lo guarda para el
día que vuelva el hijo, porque el hijo va a volver. Mientras se acerca ve que
quien golpea no se fija en él.
Quien
golpea mira hacia los costados. Hacia atrás. Más allá del techo de la casa. Y
tiembla.
De
frío. Es junio, está fresco pa chancletas decía el hijo. El viejo no logra
esquivar la sonrisa.
De
miedo. Quien ha temblado de miedo pero de miedo real, de miedo definitivo,
reconoce las miradas. Y el viejo tiembla cada noche, cuando piensa que en una
de esas es verdad, y el hijo no va a volver.
Por
las dudas vuelve rápidamente y manotea lo primero que encuentra. Una manta, un
poncho, no importa. El recién llegado agradece el gesto desde que lo adivina.
El
viejo franquea el paso. Los dos hombres caminan ahora en dirección al alero de
chapa. Cuando llegan a la casa, se presentan. Parece que hubieran necesitado
esa protección, salir de la intemperie.
-Soria-
dice el viejo.
-Alfredo
Elías Kramer- dice el recién llegado. Está sucio, huele mal. Se nota que no ha
comido bien en los últimos tiempos, pero no por carencia sino por negación. Si
el viejo fuera más indiscreto vería las marcas de los golpes.- Kramer, Alfredo
Elías. Alfredo. Kramer. Alfredo Elías Kramer.- La voz repite sin parar como un
mantra el nombre, el apellido completo. No hay descanso en la pronunciación. La
voz sale de un tiempo anterior. Parece recién llegada, casi recién nacida.
El
viejo vacía la pava y la vuelve a cargar. El agua para el mate no debe hervir.
-¿Gusta?-
Ofrece.
-Sí-
Acepta.
En
la pantalla en blanco y negro está por empezar el partido. La cancha está al
explotar de gente. Los bigotes gruesos del general presidente aparecen en
primer plano. De un lado el marinero, del otro el aviador.
-Dicen
que en Córdoba hay televisión a colores- dice Soria.
-Puede
ser- duda Kramer.
El
viejo convida pan. El recién llegado acepta. Come con avidez pero cuidando las
formas. Se le ve la ciudad, pero en otra vida.
-Mi
hijo se fue para Córdoba hace tres años, a estudiar para Doctor. La última vez
que vino me dejó el carnet de la
Biblioteca para que le devuelva unos libros.- Comenta Soria.
Kramer asiente. Busca los libros con la vista. Los encuentra.
-Permiso-
Pide.
-Adelante-
Soria
ceba mate. La mirada de Kramer deja de huir. Repasa las portadas con ternura,
con nostalgia. En la tele el matador mete el primero.
El
mate pasa, va, viene.
La
única voz es la del relator. La del relato. Del partido. Somos los mejores del
mundo. Humanos. Derechos.
Soria
ceba. Kramer toma, ofrece cortar más pan. Lo hace.
Empate.
Alargue.
El
matador un gol más. El del rojo otro gol. El general presidente festeja. El
marinero y el aviador también. Soria y Kramer se miran, se dan la mano.
-Salud
campeón-
-Salud-
Ya
es de noche. El gran capitán recibe la copa.
-¿Se
queda a cenar?- Pregunta Soria.
Kramer
asiente.
-Si
no es molestia…-
Soria
no responde.
Kramer
pone otra vez la pava a calentar.
-Éramos
como veinte- dice- Éramos como veinte, de Córdoba y alrededores. Sobre todo
estudiantes. De Medicina. Nos cargaron en un tren para llevarnos a Buenos Aires
decían, para redistribuírnos. Necesitaban datos decían, nombres.-
El
viejo trajina con la cena. Pero escucha atentamente.
-En
un cruce de vías pedí para ir al baño. Salté por la ventana y corrí. Hace de
anoche que corro para el sur.
El
viejo piensa. La distancia al cruce de vías se cuenta en días, nunca en horas.
-Rápido
habrá corrido-
-Mucho-
dice Kramer- Es muy jodido ser más rápido que una bala. La noche ayudó.
Comen
en silencio.
Soria
acomoda la habitación del hijo. Kramer acepta y se acomoda.
-Buenas
noches.-
-Buenas.-
Amanece.
El viejo saca la chata del galpón.
Kramer
se baja en el cruce de rutas, a la entrada del pueblo. Está afeitado, limpio.
En
un bolso lleva dos mudas de ropa del hijo y los libros de la biblioteca.
Cuando
se da vuelta para agradecer Soria ya no está.
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