Los dos hombres abandonan sus transportes a la vera
del sendero mayor.
Han superado ya, o por lo menos eso creen, las
pruebas requeridas para ser admitidos en el selecto grupo de los discípulos.
Penetran en el recinto vedado para ellos hasta ese
momento, pero del que han oído historias desde tiempos inmemoriales.
Conocen también, desde niños, la existencia del
maestro.
Hoy el día indicado.
La tradición así lo determina.
Saben que el maestro concede sólo una respuesta.
Buscan, en el recinto, el sitial del maestro.
No es difícil orientarse.
Las historias escuchadas hacen sencillo el
encuentro.
El maestro está en su lugar de siempre.
El altar se les presenta tal cual en el relato de
los mayores.
La mano izquierda del maestro rodea la base del
cáliz que contiene el negro néctar de mediterránea índole y áurea corona.
La mano derecha sostiene la oscura antorcha del
destino.
Toda la presencia del maestro irradia el desprecio
por las convenciones sociales más comunes y arraigadas.
El aire todo huele a sabiduría.
Los discípulos se acercan.
Saben, o así les ha sido referido, que el maestro
sólo brinda una respuesta.
-Maestro…
-¿Sí?
-Tenemos la pregunta.
-¿Ajá?
-Queremos saber, maestro, cómo elegir. Queremos
conocer la opción más sabia…
El maestro calla.
Dirige su mirada al sendero mayor.
Liba su néctar.
Aspira el humo de la antorcha.
Finalmente, sentencia:
-La blonda persigue al poderoso, mas el fuego eterno
reside en la morena. Solamente a quien ella crea merecedor revelará su misterio
la cobriza.
Los discípulos depositan el óbolo correspondiente
sobre el altar.
Bajan la mirada mientras se retiran en silencio.
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