jueves, 3 de mayo de 2012

VIERNES A LA TARDE


Para mi amigo, él sabe quién es.

El viejo del Quique era milico. Coronel, o algo así. Había estado por el sur, después en Buenos Aires, hasta que el azar de los destinos lo trajo a la Fábrica Militar de Ciudad Insaurralde un par de años antes de que empezáramos la primaria en la Escuela Normal Superior Dr. Nicolás Avellaneda.
El Quique había sido al principio un tipo bastante difícil de tratar. Como era hijo del coronel tenía ciertos privilegios que el resto de los mortales sólo podíamos envidiar. Un colimba morocho y flaco, con tonada que después sabríamos correntina, lo pasaba a buscar todos los días, a las cinco de la tarde, en una camioneta verde oscura.
Nos hicimos amigos recién en tercer grado. A los dos nos gustaba leer. La primera vez que hablamos en serio casi terminamos a las trompadas, porque él decía que Sandokán era un héroe de verdad, y no un salame de cuarta piojoso como Tom Sawyer. Que su hermano más grande se lo había dicho y que era cierto, porque su hermano jamás le habría mentido.
Al poco tiempo, y cuando ya éramos casi mejores amigos, la maestra llamó a mis viejos y al coronel. Parece que el Quique venía medio quedado en su ”rendimiento académico”  o algo así, y que sería una pena que un chico tan bueno como Enrique tuviera que repetir el grado. Mucho después comprendí que la cara del coronel no había sido de susto, sino de asco. Expresión que se agravó cuando la Señorita Marta sugirió que una vez a la semana el Quique y yo nos juntáramos en mi casa para hacer los deberes. Parece que por lo que había pasado con el hermano lo mejor para él era salir un poco de ese ambiente.
Fue una de esas tardes la que cambiaría para siempre mi vida.
La tarde de viernes en la que el Quique trajo los binoculares.

En esa época Ciudad Insaurralde no era lo que es ahora.
Pocas casas había entre la Rural y la Torre del Agua. Yo en realidad vivía en el Barrio Sarmiento, pero mi casa quedaba muy lejos de la Ruta 19. Además, necesitábamos un lugar alto para ver venir la camioneta.
Así que hablamos con el Chacho Mastronardi, que era el capo de Obras Sanitarias, como se llamaban en esa época y le pedimos permiso para subir a la Torre.
La Torre daba y sigue dando a la ruta, así que era, y sigue siendo, el mejor mangrullo posible. Le dijimos que necesitábamos subir para hacer un trabajo para la Escuela. No se si lo convencimos del todo, pero al viernes siguiente estábamos ahí el Quique, yo y los binoculares.
-Vos tenés que mirar para allá.- me dijo el Quique señalando para el lado de Córdoba.- Y avisarme si viene una camioneta grande con una luz en el techo.
-¿Para allá?
-Sí, para allá.
-Che, Quique…
-¿Qué?
-¿Y para qué te venís hasta acá?
-Porque es alto.
-Pero ahí en la Fábrica Militar también tenés como una torre, ¿No es más cómodo?
-No, el Coronel no me deja.
-¿Le preguntaste?
-No.
-¿Por?
Varias veces tuvimos este diálogo, hasta este mismo punto. Yo sabía que el Quique contestaba hasta donde él quería, así que no le insistía nunca. Cuestiones de hombres, que había que respetar. Así que nos pasábamos las tardes ahí arriba, mirando al este.
Esperando.
Esperando una camioneta grandota con una luz en el techo.
Nunca le pregunté qué había en esa camioneta. Alguna vez el Quique me lo contaría. O no.
El Quique nunca hablaba de lo que no quería.
De lo que había pasado con el hermano, por ejemplo.

El tiempo pasó.
El Quique fue abanderado.
Yo no figuré ni en el cuadro de honor.
Ya éramos casi hermanos.
El primer viernes de diciembre nos juntamos como siempre en mi casa.
Esa vez no nos fuimos en bici.
Tal vez porque sabíamos que era la última, y quisimos que durara un poco más fuimos caminando.
Subimos como siempre. El Chacho Mastronardi ya no era más el capo de Obras Sanitarias. El Coronel ya no mandaba a nadie. Ya era mil novecientos ochenta y tres.
Habíamos llevado sánguches de milanesa y una botella de coca.
La tarde estaba espléndida. Un día peronista decía el loco Ponderosa, y todos nos cagábamos de risa.
-Así que te vas.- empecé como podía una conversación que sabía áspera. A los doce uno no sabe como es irse para siempre de un lugar.
-Sí. Lo trasladan al Coronel a Córdoba.
-¿Y vos qué vas a hacer?- Siempre en esas circunstancias se preguntan pelotudeces, así que la no respuesta del Quique no me sorprendió.
-Te quiero contar algo.- dijo el Quique.
-Te escucho.
-A mi hermano lo vinieron a buscar de noche. Unos hombres que parecían conocer al Coronel. Por lo menos, él los dejó pasar. Hasta les abrió la puerta. Mi hermano no se resistió. Lo único que pidió antes de que se lo llevaran fue permiso para hablar conmigo.
-¿Con vos?
-Sí. Se metió a mi pieza y me dio una caja de cartón que tenía guardada en su placard. La abrimos y adentro estaban estos largavistas. Me dijo que no llorara, que él se iba pero que no se iba a olvidar de mí o de mamá, y ni que hablar del Coronel. Me dijo también que iba a volver. Que iba a volver en una camioneta grandota por la ruta, desde Córdoba. En una camioneta grandota con luces en el techo. Que lo espere en la Torre del Agua, y que nos íbamos a ir a pescar a Santa Fe. Me dejó los binoculares para que fuera yo el primero que lo viera.
-Pero no vino.
-Pero va venir, yo sé que va a venir. Él nunca me mintió.
-Pero vos ahora te vas a Córdoba, así que por ahí te lo encontrás allá…
-Sí, y entonces le voy a contar de vos. Y te vamos a venir a buscar.
-En una camioneta.
-Grandota, sí.
-Con luces en el techo…
-Eso.
-A mí no me gusta pescar…
-No importa, vos te quedás leyendo debajo de un árbol, alguna mariconada de ésas que te gustan a vos de Tom Sawyer…
-Dale.
Los hombres no lloran. Pero nosotros teníamos doce años.

El tiempo pasó.
Cada uno empezó y terminó la secundaria.
Cada uno eligió y terminó una carrera universitaria.
La ruta 19 fue para mí huella que me llevaba y me traía. Cada vez que pasaba por la torre del agua no podía dejar de imaginarme a dos pibes que, trepados a su techo, buscaban una camioneta grandota viniendo de Córdoba, con luces en el techo.
Muchas veces elegí ventanilla del otro lado del colectivo.
Muchas veces me forcé a llegar dormido a Ciudad Insaurralde.
Muchas veces simplemente cerré los ojos.
Después me fui a Buenos Aires.
Después la ruta 19 tenía otro cabo, que venía desde Santa Fe y donde no había Torre de Agua.
En alguna parte perdimos el contacto con el Quique.
Pasamos a ser, supongo, una buena historia más en la memoria de cada uno de nosotros.

Ya había vuelto a Ciudad Insaurralde con mi título en un tubo de plástico. Ya tenía mujer, hijos y gatos cuando leí la noticia. Habían encontrado el lugar exacto de las tumbas clandestinas del Cementerio de San Vicente, en Córdoba.
Al otro día me fui a Casa Marchetti Camping y outdoors (esta parte del cartel era nueva) y me compré un largavistas espectacular, alemán, con un montón de cosas que nunca supe hacer funcionar.
No sé cuántos viernes pasaron.
No me acuerdo a quién tuve que coimear para poder subir a la Torre.
Hasta que al final lo vi.
La tarde del último viernes de diciembre vi venir por la ruta 19, del lado de Córdoba, una camioneta grandota con luces en el techo. Antes de que llegara al cruce supe que la manejaba el Quique. En el semáforo del Maxi Mercado supe que me había visto.
Cuando me subí supe que íbamos a viajar a Santa Fe.

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