Para mi amigo, él sabe quién es.
El
viejo del Quique era milico. Coronel, o algo así. Había estado por el sur,
después en Buenos Aires, hasta que el azar de los destinos lo trajo a la Fábrica Militar de Ciudad
Insaurralde un par de años antes de que empezáramos la primaria en la Escuela Normal
Superior Dr. Nicolás Avellaneda.
El
Quique había sido al principio un tipo bastante difícil de tratar. Como era
hijo del coronel tenía ciertos privilegios que el resto de los mortales sólo
podíamos envidiar. Un colimba morocho y flaco, con tonada que después sabríamos
correntina, lo pasaba a buscar todos los días, a las cinco de la tarde, en una
camioneta verde oscura.
Nos
hicimos amigos recién en tercer grado. A los dos nos gustaba leer. La primera
vez que hablamos en serio casi terminamos a las trompadas, porque él decía que
Sandokán era un héroe de verdad, y no un salame de cuarta piojoso como Tom
Sawyer. Que su hermano más grande se lo había dicho y que era cierto, porque su
hermano jamás le habría mentido.
Al
poco tiempo, y cuando ya éramos casi mejores amigos, la maestra llamó a mis
viejos y al coronel. Parece que el Quique venía medio quedado en su
”rendimiento académico” o algo así, y
que sería una pena que un chico tan bueno como Enrique tuviera que repetir el grado.
Mucho después comprendí que la cara del coronel no había sido de susto, sino de
asco. Expresión que se agravó cuando la Señorita Marta sugirió que una
vez a la semana el Quique y yo nos juntáramos en mi casa para hacer los
deberes. Parece que por lo que había pasado con el hermano lo mejor para él era
salir un poco de ese ambiente.
Fue
una de esas tardes la que cambiaría para siempre mi vida.
La
tarde de viernes en la que el Quique trajo los binoculares.
En
esa época Ciudad Insaurralde no era lo que es ahora.
Pocas
casas había entre la Rural
y la Torre del
Agua. Yo en realidad vivía en el Barrio Sarmiento, pero mi casa quedaba muy
lejos de la Ruta
19. Además, necesitábamos un lugar alto para ver venir la camioneta.
Así
que hablamos con el Chacho Mastronardi, que era el capo de Obras Sanitarias,
como se llamaban en esa época y le pedimos permiso para subir a la Torre.
-Vos
tenés que mirar para allá.- me dijo el Quique señalando para el lado de
Córdoba.- Y avisarme si viene una camioneta grande con una luz en el techo.
-¿Para
allá?
-Sí,
para allá.
-Che,
Quique…
-¿Qué?
-¿Y
para qué te venís hasta acá?
-Porque
es alto.
-Pero
ahí en la Fábrica Militar
también tenés como una torre, ¿No es más cómodo?
-No,
el Coronel no me deja.
-¿Le
preguntaste?
-No.
-¿Por?
Varias
veces tuvimos este diálogo, hasta este mismo punto. Yo sabía que el Quique
contestaba hasta donde él quería, así que no le insistía nunca. Cuestiones de
hombres, que había que respetar. Así que nos pasábamos las tardes ahí arriba,
mirando al este.
Esperando.
Esperando
una camioneta grandota con una luz en el techo.
Nunca
le pregunté qué había en esa camioneta. Alguna vez el Quique me lo contaría. O
no.
El
Quique nunca hablaba de lo que no quería.
De
lo que había pasado con el hermano, por ejemplo.
El
tiempo pasó.
El
Quique fue abanderado.
Yo
no figuré ni en el cuadro de honor.
Ya
éramos casi hermanos.
El
primer viernes de diciembre nos juntamos como siempre en mi casa.
Esa
vez no nos fuimos en bici.
Tal
vez porque sabíamos que era la última, y quisimos que durara un poco más fuimos
caminando.
Subimos
como siempre. El Chacho Mastronardi ya no era más el capo de Obras Sanitarias.
El Coronel ya no mandaba a nadie. Ya era mil novecientos ochenta y tres.
Habíamos
llevado sánguches de milanesa y una botella de coca.
La
tarde estaba espléndida. Un día peronista decía el loco Ponderosa, y todos nos
cagábamos de risa.
-Así
que te vas.- empecé como podía una conversación que sabía áspera. A los doce
uno no sabe como es irse para siempre de un lugar.
-Sí.
Lo trasladan al Coronel a Córdoba.
-¿Y
vos qué vas a hacer?- Siempre en esas circunstancias se preguntan pelotudeces,
así que la no respuesta del Quique no me sorprendió.
-Te
quiero contar algo.- dijo el Quique.
-Te
escucho.
-A
mi hermano lo vinieron a buscar de noche. Unos hombres que parecían conocer al
Coronel. Por lo menos, él los dejó pasar. Hasta les abrió la puerta. Mi hermano
no se resistió. Lo único que pidió antes de que se lo llevaran fue permiso para
hablar conmigo.
-¿Con
vos?
-Sí.
Se metió a mi pieza y me dio una caja de cartón que tenía guardada en su
placard. La abrimos y adentro estaban estos largavistas. Me dijo que no
llorara, que él se iba pero que no se iba a olvidar de mí o de mamá, y ni que
hablar del Coronel. Me dijo también que iba a volver. Que iba a volver en una
camioneta grandota por la ruta, desde Córdoba. En una camioneta grandota con
luces en el techo. Que lo espere en la
Torre del Agua, y que nos íbamos a ir a pescar a Santa Fe. Me
dejó los binoculares para que fuera yo el primero que lo viera.
-Pero
no vino.
-Pero
va venir, yo sé que va a venir. Él nunca me mintió.
-Pero
vos ahora te vas a Córdoba, así que por ahí te lo encontrás allá…
-Sí,
y entonces le voy a contar de vos. Y te vamos a venir a buscar.
-En
una camioneta.
-Grandota,
sí.
-Con
luces en el techo…
-Eso.
-A
mí no me gusta pescar…
-No
importa, vos te quedás leyendo debajo de un árbol, alguna mariconada de ésas
que te gustan a vos de Tom Sawyer…
-Dale.
Los
hombres no lloran. Pero nosotros teníamos doce años.
El
tiempo pasó.
Cada
uno empezó y terminó la secundaria.
Cada
uno eligió y terminó una carrera universitaria.
La
ruta 19 fue para mí huella que me llevaba y me traía. Cada vez que pasaba por
la torre del agua no podía dejar de imaginarme a dos pibes que, trepados a su
techo, buscaban una camioneta grandota viniendo de Córdoba, con luces en el
techo.
Muchas
veces elegí ventanilla del otro lado del colectivo.
Muchas
veces me forcé a llegar dormido a Ciudad Insaurralde.
Muchas
veces simplemente cerré los ojos.
Después
me fui a Buenos Aires.
Después
la ruta 19 tenía otro cabo, que venía desde Santa Fe y donde no había Torre de
Agua.
En
alguna parte perdimos el contacto con el Quique.
Pasamos
a ser, supongo, una buena historia más en la memoria de cada uno de nosotros.
Ya
había vuelto a Ciudad Insaurralde con mi título en un tubo de plástico. Ya
tenía mujer, hijos y gatos cuando leí la noticia. Habían encontrado el lugar
exacto de las tumbas clandestinas del Cementerio de San Vicente, en Córdoba.
Al
otro día me fui a Casa Marchetti Camping y outdoors (esta parte del cartel era
nueva) y me compré un largavistas espectacular, alemán, con un montón de cosas
que nunca supe hacer funcionar.
No
sé cuántos viernes pasaron.
No
me acuerdo a quién tuve que coimear para poder subir a la Torre.
Hasta
que al final lo vi.
La
tarde del último viernes de diciembre vi venir por la ruta 19, del lado de
Córdoba, una camioneta grandota con luces en el techo. Antes de que llegara al
cruce supe que la manejaba el Quique. En el semáforo del Maxi Mercado supe que
me había visto.
Cuando
me subí supe que íbamos a viajar a Santa Fe.
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