Bernardi
siente la vibración del celular en el bolsillo de la camisa leñadora, mete la mano
y lee: “Campbell está por salir para la plaza”. Apaga el teléfono. Si nada
falla, habrá llegado el día. Entra a la portería del Edificio de la Sociedad
Española de Socorros Mutuos, donde trabaja y vive desde hace treinta años.
Busca la funda en el ropero.
-¿A
dónde vas?- la voz de Flavia llega desde el fondo de la siesta.
-A
la terraza.
-¿A
esta hora?
-Sí,
tengo que arreglar la reja del tendedero.
Bernardi
toma el ascensor. Podría ir por la escalera, ocho pisos no son un
problema
para él, pero hoy necesita estar lúcido.
En la
planta baja del Colegio del Santísimo Sacramento Camilo se acomoda como siempre
en el último inodoro del baño de la primaria, el último refugio que le queda
para leer en el recreo largo. Espera que Juan Cruz y los rottweilers no
lo
encuentren.
De
pronto la patada rompe el cerrojo, la hoja de madera golpea y quiebra la nariz
de Camilo, que sangra.
-No
llores puto de mierda- grita Manuel, el ladero de Juan Cruz.-Los hombres no
lloran.
Camilo
cae y le patean la cabeza, las costillas, las piernas. Uno de los perros, no
distingue
cuál, le pisa los anteojos. Lo levantan. Le hacen el submarino. Le rompen
la
mano derecha con un borceguí que escapa al uniforme del Colegio. Ya no
podrá
tocar la guitarra.
-Lástima-
dice Juan Cruz- una pérdida para la música.
Los
padres de Camilo intentan una tibia protesta. El Padre Rector les recuerda que
su
hijo está becado y que parte de ese dinero llega, de seguro, gracias a las
generosas
donaciones
que llegan por parte del Doctor, que no vería con buenos ojos una
sanción
a su hijo por una travesura adolescente.
-Además,
la imagen de la Institución, imagínese usted…
La
madre pide, como compensación, que la Escuela o el Doctor se hagan cargo de
la
curación de su hijo. Es un último recurso, casi una limosna.
-Veremos
qué se puede hacer.- dice el cura.- Que dios los bendiga.
La
mano derecha curó tarde y mal y Camilo dejó la música para siempre. Se hizo
zurdo
a la fuerza, a duras penas terminó la secundaria. Quiso empezar una carrera
en
la Universidad local, una ingeniería, un profesorado pero la muerte del padre
terminó
de arruinarle
el futuro y el presente. La madre hizo un brote psicótico, esquizofrenia o algo
así y él tuvo que internarla en el Pabellón de Salud Mental del Hospital
Carrasco.
Juan
Cruz en cambio sí fue a la Facultad y tras recibirse de médico con honores se
especializó en
Francia,
en transplante de órganos. Cada uno de sus logros aparecía en el Diario local,
propiedad
de
la familia de uno de aquellos rottweilers del principio de la historia. Cuando
volvió
al país
dijo que era por nostalgia, nadie le creyó.
“El
mundo es un lugar hostil para las almas sensibles” piensa Bernardi mientras se
acomoda
los auriculares. Miles Davis, Kind of Blue. Busca el rincón de la terraza que
da
justo al centro de la Plaza del General. Todavía no abre la funda, faltan unos
minutos.
Sabe
que la rutina de Campbell es siempre la misma. Antes de una operación
importante cruza la Plaza hasta el Hotel Fundador, saca un café de la máquina y
se
sienta
a tomarlo en el tercer banco a la derecha del monumento. Hoy no será la
excepción,
no puede serlo. La cirugía de hoy, el primer transplante de hígado, es la más
importante en la historia de la ciudad.
Bernardi
abre el estuche, saca un rifle CZ 22 Magnum a cerrojo fabricado en
República
Checa. El instructor del Club Tiro y Ciclismo le recomendó esa arma, dijo
que
para lo que él necesitaba era suficiente.,
Apoyado
en la baranda de la azotea se acomoda en posición de disparo, la mano izquierda
firme, segura sobre el gatillo.
Educar
esa mano fue difícil pero lo logró.
Camilo
Bernardi respira hondo y apunta.
Juan
Cruz Campbell no llega a comprender de dónde sale la bala que le destroza la
mano
derecha.
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