Kramer camina por las
calles de un incipiente balneario termal entrerriano.
La noche cerrada hace rato
no parece afectar a Rivas, su compañera,
implacable en la exigencia de hacerle buscar
una despensa en
donde comprar fósforos.
Kramer, moderno Lucas trasnochado, no discute
ni pelea, no argumenta. Se
abriga y sale. El viento del río golpea tanto como lo
haría su mujer si él se
atreviera a contradecirla.
Kramer se calza los
auriculares con un Thelonious sutil. En ese preciso
instante un hedor sacude
toda su ferocidad.
Kramer huele.
Nausea.
Retrocede.
Analiza.
Sólo una clase de mamífero
en descomposición puede apestar de esa manera.
Allí, en ese lugar, en ese
baldío, lo que se pudre es el cuerpo de un ser humano.
Alguien ha muerto y nadie
lo sabe, o a nadie lo importa.
Alguien ha sido asesinado y
el autor del hecho ha descubierto en ese yuyal
siniestro el escondite
ideal para eliminar la prueba de su crimen.
Cualquiera de nosotros,
alguna vez, pensó en amasijar a alguien y tirarlo en un
descampado para que se lo
coman los caranchos piensa Kramer y se le ocurren
varios nombres para el
muerto. Almeyda. Serrano. Algún marcador de punta
izquierda del Sportivo
local. Santoro.
Kramer se sorprende porque
jamás se le hubiera ocurrido matar a Santoro que
de hecho es su amigo de
toda la vida.
Kramer discrimina. En
realidad Santoro pasa por un divorcio perro con
su segunda mujer, y más de
una vez amenazó con hacerla cagar y tirarla en un
campito a ver si los gusanos
se le animan dicho esto con textuales palabras.
No
sabe por qué, pero la idea
no le parece del todo descabellada.
Motivo hay.
Pero ahora surge el
problema logístico del traslado del cuerpo por parte del reciente
viudo, desde el corazón de
la Pampa Gringa hasta este baldío del litoral. Se necesita
un auto grande. Un Falcon,
un Dodge, un Torino.
Santoro tiene un Torino
negro modelo 79 recientemente restaurado a nuevo en el
taller de Salguero en
Ciudad Insaurralde. El Toro negro que había sido del viejo
Santoro y que el amigo de
Kramer había encontrado en un galpón perdido cerca de
Rafaela.
Kramer enumera.
Móvil hay, logística hay,
falta coartada.
El centenario de la abuela
de Santoro, la legendaria Rebeca, la Bobe Rebeca de las
historias que hace pocos
días cumplió nada menos que cien años.
Con toda la parentela reunida
para festejar en una colonia judía vecina al balneario
en el cual Kramer todavía
escucha a Thelonious Monk frente a un campito en el que
se pudren los restos de un
ser humano.
Bien pensado todo cierra,
se dice Kramer.
Santoro se cargó a su ex.
Podría haber recurrido a un sicario, pero eso le haría
perder el encanto de lo
artesanal. La metió en el baúl del Torino, tal vez con la
complicidad del mecánico. Después
se vino al festejo del cumpleaños. Y Con el
pretexto de relajarse por
los malos tiempos que le tocan vivir se escapó a las termas,
donde tiró el cadáver para
que se lo comieran los caranchos. Punto.
Kramer, obediente, compra
los fósforos, y cuando se los lleva a Rivas confirma que
desde hace mucho ella no ve
a la mujer de su amigo. El dato no es muy
confiable, porque ellas dos
no son tan amigas.
A la vuelta Kramer se cruza
con Santoro en la vereda del Banco Nación y
está por preguntarle por su
ex, pero no se anima.
Quedan en ir a la cancha al
domingo.
A la tribuna este,
como siempre.
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