domingo, 5 de octubre de 2014

CARLINA

Carlina mira por la ventanilla.
El paisaje es el mismo de hace unos meses, pero en sentido es opuesto. Segunda vez hacia el sur, otra vez la ruta de ida. O de regreso, porque Carlina ya no sabe
cuál es el punto de partida del viaje o de la historia. Ya no sabe cómo
diferenciar si el viaje determina la  historia, o si es al
revés.
Mira los postes de electricidad y de alambrado, el verde oscuro de la soja transgénica y tenaz. Si hubiera leído entendería la relación entre la
planta y el cáncer que se llevó a su viejita, pero Carlina apenas sabe firmar, sumar
y restar lo que le enseñaron cuando bajó a Buenos
Aires. Le dijeron que más no necesitaba, que saber mucho no es bueno ni
necesario.
Carlina era chica, apenas señorita, cuando la Señora pasó por el
pueblo y paró, con su marido y los chicos, en el comedor en el que trabajaba su
viejita. La piba atendía las mesas para sumar una moneda y a la Señora le gustó lo
educadita que era, lo limpita que parecía. Dicen que hubo plata de por medio,
nadie puede asegurarlo porque nadie vio nada, y a las diez de la noche del día siguiente Carlina se tomó el colectivo
. La Señora la esperaba en la Estación de Retiro. El auto
era grande, alemán, más cómodo que la pieza en la que ella dormía con sus
tres hermanas.
La casa estaba protegida por una pared gigantesca bien larga y bien alta, partida
al medio por una reja de hierro forjado, “artesanal”, decía la Señora, y a Carlina le
gustaba la palabra. Se acordaba del puesto de comidas a la orilla del río, allá en su
pueblo. Decía Chipá. Comidas caseras y cerveza artesanal, decía el cartel que
invitaba a pasar y sentarse. La reja, en cambio, no dejaba pasar a nadie, “Sirve para dejar
afuera a los extraños”, decía la Señora. A los negros y a los paraguayos decía el
Señor, y agregaba “a los paraguayos malos, no a los buenos como vos”. Carlina quería aclararle que ella era argentina como él, o como sus hijos, pero no se animaba. “Vos sos buena paraguayita” decía el Señor. “Gauchita” dirían después los hijos entre risas.
La pieza de Carlina había sido un depósito al fondo de la casa, cruzando el patio, “el jardín”, decía la Señora. Los perros se acostumbraron rápido a su presencia. En las conversaciones domésticas el depósito nunca fue la habitación de Carlina, todavía era el depósito o, como mucho, “La cueva de la paraguaya”, como le decía el Señor. Cuando los chicos crecieron pasó a ser “La cuevita del amor”. Con plata podés comprar muchas cosas, pero la creatividad y el buen gusto vienen o no. En fin.
Carlina nunca fue bonita pero era discreta, o callada, todo depende del contexto. Pero estaba a mano, así que los chicos sólo tuvieron que cruzar el jardín para debutar o para sacarse las ganas de ahí en adelante. Derecho de
pernada, dirían los libros; hijos de tigre, decía el Señor cuando se hablaba del tema en asados de hombres.
Por la ventanilla la noche se hace larga. Carlina vigila el asiento de la ventanilla; no se anima a dormir, tiene el sueño pesado y podría pasar cualquier cosa. Pero no, nada pasa y el viaje será normal, sin sobresaltos. La dejaron cambiar de asiento a uno doble desocupado, la ayudaron a subir, la dejaron pasar en las filas. Parece que todavía queda gente buena, o educada al menos. Como la Gallega, la doctora del Periférico de Beccar que la atendió las tres veces y las tres veces le explicó cómo cuidarse, pero no sabía que la Señora no la dejaba salir, y que por eso se tenía que escapar. 
O como el Doctor Alejandro, de la Maternidad, que la recibió las tres veces después de ponerse las pastillas que la Señora le conseguía de un amigo farmacéutico del Centro porque una cosa es un bebé querido y otra un polvo desafortunado, según decía el Señor. “¿Otra vez te caíste, Carlina? Otra vez che Doctor. Casa peligrosa esa Carlina. Es verdad che Doctor.” Tres veces había tenido ese diálogo y a la cuarta el Doctor Alejandro la ayudó a escaparse. “Volvete a tu pueblo y no vengas más por acá” le dijo. Hasta le había dado la plata para el pasaje.
Cuando la noche se termina, el colectivo se detiene en Panamericana y Thames. Carlina se baja con ayuda y mira hacia adelante, hacia el Centro. No necesita ir allá, esta vez nadie  la espera en la Estación de Retiro. Hace ya un año que se fue a su pueblo, donde ya nadie la esperaba. Su viejita se había muerto, de su padre nunca supo, sus hermanos se habían ido. 
Cómo sobrevivió no lo sabemos y tal vez no importe tanto. 
Le ofrecen un remís, no lo acepta, le preguntan si puede sola y dice que sí, que gracias, que va acá cerca nomás. No lleva mucha carga ni por mucho tiempo.
Cruza la Autopista, llega a la Avenida, encuentra la pared y la reja “artesanal”. De una de las molduras cuelga el bolso, abierto apenas para que el bebé respire. Está bien abrigado y en el colectivo ella le ha dado el pecho por última vez.
Con un alfiler de gancho fija la tarjeta que dice “Una cosa es un bebé querido y otra un polvo desafortunado”. 
Toca el timbre y se va.

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