Carlina mira por la ventanilla.
El paisaje es el mismo de hace unos meses, pero en sentido
es opuesto. Segunda vez hacia el sur, otra vez la ruta de ida. O de regreso, porque
Carlina ya no sabe
cuál es el punto de partida del viaje o de la historia. Ya
no sabe cómo
diferenciar si el viaje determina la historia, o si es al
revés.
Mira los postes de electricidad y de alambrado, el verde
oscuro de la soja transgénica y tenaz. Si hubiera leído entendería la relación
entre la
planta y el cáncer que se llevó a su viejita, pero Carlina
apenas sabe firmar, sumar
y restar lo que le enseñaron cuando bajó a Buenos
Aires. Le dijeron que más no necesitaba, que saber mucho no
es bueno ni
necesario.
Carlina era chica, apenas señorita, cuando la Señora pasó
por el
pueblo y paró, con su marido y los chicos, en el comedor en
el que trabajaba su
viejita. La piba atendía las mesas para sumar una moneda y a
la Señora le gustó lo
educadita que era, lo limpita que parecía. Dicen que hubo
plata de por medio,
nadie puede asegurarlo porque nadie vio nada, y a las diez
de la noche del día siguiente Carlina se tomó el colectivo
. La Señora la esperaba en la Estación de Retiro. El auto
era grande, alemán, más cómodo que la pieza en la que ella dormía
con sus
tres hermanas.
La casa estaba protegida por una pared gigantesca bien larga
y bien alta, partida
al medio por una reja de hierro forjado, “artesanal”, decía
la Señora, y a Carlina le
gustaba la palabra. Se acordaba del puesto de comidas a la
orilla del río, allá en su
pueblo. Decía Chipá. Comidas caseras y cerveza artesanal,
decía el cartel que
invitaba a pasar y sentarse. La reja, en cambio, no dejaba
pasar a nadie, “Sirve para dejar
afuera a los extraños”, decía la Señora. A los negros y a
los paraguayos decía el
Señor, y agregaba “a los paraguayos malos, no a los buenos
como vos”. Carlina quería aclararle que ella era argentina como él, o como sus
hijos, pero no se animaba. “Vos sos buena paraguayita” decía el Señor.
“Gauchita” dirían después los hijos entre risas.
La pieza de Carlina había sido un depósito al fondo de la
casa, cruzando el patio, “el jardín”, decía la Señora. Los perros se acostumbraron
rápido a su presencia. En las conversaciones domésticas el depósito nunca fue
la habitación de Carlina, todavía era el depósito o, como mucho, “La cueva de la
paraguaya”, como le decía el Señor. Cuando los chicos crecieron pasó a ser “La cuevita
del amor”. Con plata podés comprar muchas cosas, pero la creatividad y el
buen gusto vienen o no. En fin.
Carlina nunca fue bonita pero era discreta, o callada, todo
depende del contexto. Pero estaba a mano, así que los chicos sólo tuvieron que
cruzar el jardín para debutar o para sacarse las ganas de ahí en
adelante. Derecho de
pernada, dirían los libros; hijos de tigre, decía el Señor
cuando se hablaba del tema en asados de hombres.
Por la ventanilla la noche se hace larga. Carlina vigila el
asiento de la ventanilla; no se anima a dormir, tiene el sueño pesado y podría
pasar cualquier cosa. Pero no, nada pasa y el viaje será normal, sin sobresaltos. La dejaron cambiar de
asiento a uno doble desocupado, la ayudaron a subir, la dejaron pasar en
las filas. Parece que todavía queda gente buena, o educada al menos. Como la
Gallega, la doctora del Periférico de Beccar que la atendió las tres veces y las
tres veces le explicó cómo cuidarse, pero no sabía que la Señora no la dejaba salir, y
que por eso se tenía que escapar.
O como el Doctor Alejandro, de la Maternidad, que
la recibió las tres veces después de ponerse las pastillas que la Señora le
conseguía de un amigo farmacéutico del Centro porque una cosa es un bebé querido y
otra un polvo desafortunado, según decía el Señor. “¿Otra vez te caíste,
Carlina? Otra vez che Doctor. Casa peligrosa esa Carlina. Es verdad che Doctor.”
Tres veces había tenido ese diálogo y a la cuarta el Doctor Alejandro la ayudó a
escaparse. “Volvete a tu pueblo y no vengas más por acá” le dijo. Hasta le
había dado la plata para el pasaje.
Cuando la noche se termina, el colectivo se detiene en
Panamericana y Thames. Carlina se baja con ayuda y mira hacia adelante, hacia
el Centro. No necesita ir allá, esta vez nadie la espera en la Estación de Retiro. Hace ya un
año que se fue a su pueblo, donde ya nadie la esperaba. Su viejita se había
muerto, de su padre nunca supo, sus hermanos se habían ido.
Cómo sobrevivió no lo sabemos y tal
vez no importe tanto.
Le ofrecen un remís, no lo acepta, le
preguntan si puede sola y dice que sí, que gracias, que va acá cerca
nomás. No lleva mucha carga ni por mucho tiempo.
Cruza la Autopista, llega a la Avenida, encuentra la pared y
la reja “artesanal”. De una de las molduras cuelga el bolso, abierto apenas para que
el bebé respire. Está bien abrigado y en el colectivo ella le ha dado el pecho
por última vez.
Con un alfiler de gancho fija la tarjeta que dice “Una cosa
es un bebé querido y otra un polvo desafortunado”.
Toca el timbre y se va.
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