Sentado en la platea número
69 del Social y Deportivo La Flor Nacional
de Ciudad Insaurralde Kramer piensa.
La butaca no es mullida,
pero tampoco es cómoda. Para nada hospitalaria. En resumen, un lugar hostil.
En el rectángulo de juego,
diez seres humanos de ocho años juegan.
Van.
Vienen.
Se chocan.
Se pelean.
Juegan a ser
basquetbolistas.
Un gordo de silbato juega a
ser referí.
Hasta acá todo bien.
Los pibes juegan.
Kramer piensa que el mundo
debe ser así, o debería.
Los pibes juegan, no hacen
la revolución.
Es precisamente ese el
momento en el que todo se va, por decirlo eufemísticamente, al mismísimo
carajo.
Aparece en el universo
onírico de Kramer un sonido.
Un sonido humano. O
subhumano.
O mejor aún, prehumano. Un
grito.
Kramer piensa.
Y se da cuenta de que
existen varios tipos de padre de hijo deportista, a saber:
1) El ausente: no en el
sentido geográfico o necrológico del término. El chabón no está. No se sabe
donde está, se desconoce su paradero. Se las tomó. No está.
2) El sufrido: sabe que sus
hijos no serán trompetistas, pero los acompaña en el esfuerzo recordando tal
vez su propia historia. Kramer recuerda, y honra en el recuerdo a su propia
torpeza.
3) El hedonista: sabe que
su querubín es habilidoso, y se sienta a disfrutarlo estéticamente hablando.
Para él la táctica es secundaria. El tanteador es secundario. Su éxtasis es la
finta, no el punto.
4) El solidario: no es un
padre, es un patriarca. Es el que llega con ocho críos de premini en el asiento
trasero del sufrido Corsa 98. No trae más porque el baúl está lleno con los
bolsos con la ropa y las palotas. En el asiento del acompañante viajan la
patrona, la matera y los criollitos. Kramer brinda por él, y le pide un mate. O
se lo ceba.
5) El pelotudo: no acompaña
al pibe, es el manager. El representante. El guillote de salita verde, que
pretende que el prepúber sea la megastar de la dosmilcinco.
El pelotudo se para al
costado de la cancha con sus lentes, su campera de jean y sus zapatillas
blancas de cuero a monitorear la evolución de su pupilo.
Le grita.
Lo aconseja.
El peor pecado que puede
cometer el hijo del pelotudo es pasarle la pelota a un compañero poco hábil en
el manejo de la misma.
No le interesan a Kramer
las motivaciones que subyacen a la conducta de este tipo de sujetos para
quienes lo importante es competir.
Y competir, piensa Kramer,
es importante cuando uno quiere vender ravioles, ganar elecciones o imponer un
Dios.
Para el resto, piensa
Kramer, y sobre todo a la edad que sea, lo importante es jugar.
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