Rossi
se da vuelta lentamente, como buscando un efecto. Siempre hace lo mismo. Espera
a escuchar el chasquido de la puerta y gira el sillón de a poco. Pocas veces se
sorprende, y no es esta la excepción.
El
otro es un tipo común. Se nota que ha hecho un esfuerzo por parecer preparado
especialmente para esta ocasión. El pulóver negro de hilo sobre la camisa
gastada, el jean casi flamante. Hasta los zapatos.
Rossi
lo mira, lo mide, lo cataloga. Nada diferente. Nada que no haya visto antes.
El
otro no sabe qué hacer. Nunca estuvo en un lugar así. Nunca vio la plaza desde
arriba. Nunca vio un ventanal de ese tamaño. Tal vez por eso es que decide
hablar. Una vez que empieza ya no puede parar.
El
otro habla, y dice
“Buenas
tardes, señor Rossi. Veo que no me reconoce. Está bien, hace mucho que no nos
vemos. O que yo no lo veo. No sé. No recuerdo muy bien cuándo fue la última
vez. De todos modos no creo que usted se acuerde de mí.”
El
otro toma aire.
Rossi
sigue imperturbable.
“Es
raro de qué se acuerda uno” dice el otro. “Son como fotos que se te quedan
grabadas en la cabeza. Un atardecer en el mar, un muelle de pescadores, una
pelea entre un gato a rayas y un perro overo. El espejo rosa con las tres
estrellas blancas le diría mi hermana. Las puertitas de colores de la casa de
Ana…”
El
otro se da cuenta de que Rossi se aburre, se dispersa.
“Mis
recuerdos son más difíciles. Más oscuros. Dicen que empezamos a acordarnos de
cosas que nos han pasado a partir de los tres años más o menos. Debe ser
cierto. Yo tenía tres años cuando vi el árbol. Anochecía, porque el fondo de la
imagen fue siempre azul. Con el tiempo le fui agregando detalles. Nunca sabré
si eran reales, o si salían de las historias que me iban contando o que iba
descubriendo por mi cuenta. Nunca se habló mucho del tema en casa.”
El
otro carraspea.
Rossi
le señala la jarra y el vaso.
“Gracias.
Con el tiempo me acordé de las espinas, y supe que era un palo borracho. Cuando
vi la rama que salía hacia la derecha me di cuenta que era uno de los árboles
del cantero de Avenida del Libertador, cerca de la plaza. Mi viejo no podía
aclararme nada, por supuesto. Lleva varios años muerto, pero eso usted ya lo
sabe, o lo va a saber cuando se de cuenta de quién soy yo. Mi vieja nunca quiso
entrar en detalles. Nunca me quiso explicar mucho. Decía que para qué, que
saber la historia no me iba a ayudar en nada, que mi viejo no iba a volver y
que el hijo de puta nunca iba a pagar lo que había hecho. Que no había cómo
demostrarlo.”
Rossi
se inclina hacia delante. Apoya los codos en el escritorio. Resopla lentamente.
Percibe que la cosa se está por poner interesante.
El
otro sigue:
“El
tiempo pasó. Mi vieja nos bancó como pudo. Nunca nos faltó lo esencial, pero
nunca tuvimos un lujo. Nunca unas vacaciones de verdad. Nunca una marca.
Pobreza digna dirían los pelotudos. Humildad de laburantes dirían los garcas y
los explotadores como usted Rossi.”
Rossi
se endereza. El insulto entra como trompada.
El
otro no se conmueve. Sabe que ha llegado al punto sin retorno.
“Hace
un año mi mamá se murió. No fue una muerte heroica ni romántica. Se le rompió
una vena en el cerebro, duró una semana en la terapia del Hospital. Se fue casi
en silencio, sin joder a nadie. No como vos, Rossi”
Rossi
parece no percibir al cambio en el trato. Se abstrae. No junta esa cara con su
historia. No puede, no hay manera.
El
otro sigue, áspero. Sabe que está llegando. Que todo llega, aunque a veces no.
“Y
ahí fue cuando empecé a entender algo. O todo, pero de a poco. De a pedazos.
Como la foto del árbol. Como otra foto, pero eso no se lo voy a contar ahora.”
Ahora
es Rossi el que carraspea. Se sirve de la jarra.
Se
da vuelta, mira por el ventanal. No sabe, pero está por entender.
El
otro abre el bolso que trae colgado del hombro. Por primera vez arrima una
silla al escritorio y se sienta.
Saca
una carpeta verde.
“Acá
está todo, Rossi. Desde la carta que dejó mi viejo antes de ir a colgarse del
palo borracho hasta cada documento. Todo. Los papeles, las escrituras. Los
recibos. Todo, Rossi. Ahora sabés quién soy. Y si no sabés, acá tenés la foto
del cadáver ahorcado, del fondo azul del anochecer y del árbol.”
Mientras
se da vuelta, Rossi alcanza a ver la pistola que se asoma en el fondo del
morral. No necesita revisar el material. Sabe qué hay ahí, palabra por palabra.
Sabe qué trata cada documento.
Sabe,
también, qué pasaría si el contenido de esa carpeta se difundiera.
Mientras
hojea, comienza a analizar las alternativas.
El
otro espera, en silencio.
Vuelve
a hablar
“De
más está decir que hay otras copias de este material. Una la tiene Láinez, el
periodista y otra el fiscal Fabrizzi, con instrucciones de difundirlas si a mí
me pasa algo.”
El
otro cierra el bolso, mientras se levanta.
“Chau,
Rossi. Suerte.”
Se
da vuelta.
Enfila
hacia la salida.
Rossi
le pregunta si lo va a matar.
“Quién
sabe” dice el otro y se va.
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