jueves, 23 de agosto de 2012

PALO DE NOCHE


Rossi se da vuelta lentamente, como buscando un efecto. Siempre hace lo mismo. Espera a escuchar el chasquido de la puerta y gira el sillón de a poco. Pocas veces se sorprende, y no es esta la excepción.
El otro es un tipo común. Se nota que ha hecho un esfuerzo por parecer preparado especialmente para esta ocasión. El pulóver negro de hilo sobre la camisa gastada, el jean casi flamante. Hasta los zapatos.
Rossi lo mira, lo mide, lo cataloga. Nada diferente. Nada que no haya visto antes.
El otro no sabe qué hacer. Nunca estuvo en un lugar así. Nunca vio la plaza desde arriba. Nunca vio un ventanal de ese tamaño. Tal vez por eso es que decide hablar. Una vez que empieza ya no puede parar.
El otro habla, y dice
“Buenas tardes, señor Rossi. Veo que no me reconoce. Está bien, hace mucho que no nos vemos. O que yo no lo veo. No sé. No recuerdo muy bien cuándo fue la última vez. De todos modos no creo que usted se acuerde de mí.”
El otro toma aire.
Rossi sigue imperturbable.
“Es raro de qué se acuerda uno” dice el otro. “Son como fotos que se te quedan grabadas en la cabeza. Un atardecer en el mar, un muelle de pescadores, una pelea entre un gato a rayas y un perro overo. El espejo rosa con las tres estrellas blancas le diría mi hermana. Las puertitas de colores de la casa de Ana…”
El otro se da cuenta de que Rossi se aburre, se dispersa.
“Mis recuerdos son más difíciles. Más oscuros. Dicen que empezamos a acordarnos de cosas que nos han pasado a partir de los tres años más o menos. Debe ser cierto. Yo tenía tres años cuando vi el árbol. Anochecía, porque el fondo de la imagen fue siempre azul. Con el tiempo le fui agregando detalles. Nunca sabré si eran reales, o si salían de las historias que me iban contando o que iba descubriendo por mi cuenta. Nunca se habló mucho del tema en casa.”
El otro carraspea.
Rossi le señala la jarra y el vaso.
“Gracias. Con el tiempo me acordé de las espinas, y supe que era un palo borracho. Cuando vi la rama que salía hacia la derecha me di cuenta que era uno de los árboles del cantero de Avenida del Libertador, cerca de la plaza. Mi viejo no podía aclararme nada, por supuesto. Lleva varios años muerto, pero eso usted ya lo sabe, o lo va a saber cuando se de cuenta de quién soy yo. Mi vieja nunca quiso entrar en detalles. Nunca me quiso explicar mucho. Decía que para qué, que saber la historia no me iba a ayudar en nada, que mi viejo no iba a volver y que el hijo de puta nunca iba a pagar lo que había hecho. Que no había cómo demostrarlo.”
Rossi se inclina hacia delante. Apoya los codos en el escritorio. Resopla lentamente. Percibe que la cosa se está por poner interesante.
El otro sigue:
“El tiempo pasó. Mi vieja nos bancó como pudo. Nunca nos faltó lo esencial, pero nunca tuvimos un lujo. Nunca unas vacaciones de verdad. Nunca una marca. Pobreza digna dirían los pelotudos. Humildad de laburantes dirían los garcas y los explotadores como usted Rossi.”
Rossi se endereza. El insulto entra como trompada.
El otro no se conmueve. Sabe que ha llegado al punto sin retorno.
“Hace un año mi mamá se murió. No fue una muerte heroica ni romántica. Se le rompió una vena en el cerebro, duró una semana en la terapia del Hospital. Se fue casi en silencio, sin joder a nadie. No como vos, Rossi”
Rossi parece no percibir al cambio en el trato. Se abstrae. No junta esa cara con su historia. No puede, no hay manera.
El otro sigue, áspero. Sabe que está llegando. Que todo llega, aunque a veces no.
“Y ahí fue cuando empecé a entender algo. O todo, pero de a poco. De a pedazos. Como la foto del árbol. Como otra foto, pero eso no se lo voy a contar ahora.”
Ahora es Rossi el que carraspea. Se sirve de la jarra.
Se da vuelta, mira por el ventanal. No sabe, pero está por entender.
El otro abre el bolso que trae colgado del hombro. Por primera vez arrima una silla al escritorio y se sienta.
Saca una carpeta verde.
“Acá está todo, Rossi. Desde la carta que dejó mi viejo antes de ir a colgarse del palo borracho hasta cada documento. Todo. Los papeles, las escrituras. Los recibos. Todo, Rossi. Ahora sabés quién soy. Y si no sabés, acá tenés la foto del cadáver ahorcado, del fondo azul del anochecer y del árbol.”
Mientras se da vuelta, Rossi alcanza a ver la pistola que se asoma en el fondo del morral. No necesita revisar el material. Sabe qué hay ahí, palabra por palabra. Sabe qué trata cada documento.
Sabe, también, qué pasaría si el contenido de esa carpeta se difundiera.
Mientras hojea, comienza a analizar las alternativas.
El otro espera, en silencio.
Vuelve a hablar
“De más está decir que hay otras copias de este material. Una la tiene Láinez, el periodista y otra el fiscal Fabrizzi, con instrucciones de difundirlas si a mí me pasa algo.”
El otro cierra el bolso, mientras se levanta.
“Chau, Rossi. Suerte.”
Se da vuelta.
Enfila hacia la salida.
Rossi le pregunta si lo va a matar.
“Quién sabe” dice el otro y se va.

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