Decir que vivimos tiempos
decisivos es una redundancia no solamente si pensamos en nuestro país. En este
mundo postglobalizado cada día es histórico, cada día nos plantea una
disyuntiva. Cada día puede marcar el inicio de una nueva era. En el caso
puntual de la Argentina, uno de esos días definitivos será, sin dudas, el 22 de
noviembre.
Ese día será histórico por varias
cuestiones: será la primera vez que se llevará a cabo una segunda vuelta para
elegir presidente y es la primera vez que la derecha neoliberal puede llegar al
poder limpiamente, en elecciones libres y sin distorsionar sus intenciones.
Macri es lo que Menem hizo, pero el riojano llegó al gobierno con un discurso
peronista que luego contradijo en todas sus variantes. El ingeniero intenta
ahora, por una cuestión electoral, suavizar algunos de sus conceptos más duros,
pero nadie que sea capaz de realizar un análisis más o menos completo de su
trayectoria como empresario, dirigente de fútbol o alcalde puede dudar acerca de
cuál será la orientación que tendrá su gestión. Por otro lado, Daniel Scioli
llega a esta contienda de la mano de los doce años kirchneristas a nivel
nacional, con ocho años de gestión propia en el principal distrito electoral
del país, con un perfil más nacional y
popular. Basándonos en sus antecedentes también podremos avizorar qué tipo de
presidencia vendrá si es él quien sume más porotos el domingo.
Cada voto que se emita el domingo
vale lo mismo: uno. Un punto, un poroto, una raya en la pared. Ni más ni menos,
y esto es lo más importante de la democracia. Poco hay más trascendente en la
vida de una persona que la posibilidad de elegir quién gobernará. Una decisión
que tendría que tener un nivel de trascendencia equivalente a la elección de la
religión o de la orientación sexual, pero en diferentes planos. En lo personal,
estos dos caminos pueden ser más o menos relevantes, pero en cuanto sociedad
las leyes están por encima de las opciones personales y de tal manera
deberíamos pensar el voto. Digo yo, pero la otra manera de interpretar la
cuestión también es válida.
Y así llegamos al nudo del
problema.
Desde dónde nos expresamos, en
qué punto nos paramos al momento de elegir a nuestros representantes, qué nos
motiva en esta circunstancia. Las elecciones marcan la actitud política de cada
individuo frente a la realidad que le toca vivir. Y no existe la neutralidad.
Incluso cuando alguien decide no concurrir al acto electoral está marcando una
toma de posición. Y toda toma de posición es válida siempre que sea honesta. No
existen votos correctos o incorrectos, útiles o inútiles, mejores o peores. Y
la motivación de cada quién es absolutamente personal e intransferible. Y cada
uno de nosotros vota por una motivación personal o por un interés personal.
Nadie vive guacho de contexto. Tiene el mismo valor que alguien decida por el
candidato que le aumentará el valor del dólar, lo cual resultará beneficioso
para su negocio, o quien necesite la Asignación Universal por Hijo o quien lo
hace por un concepto comunitario. Habrá también quién vote por repugnancia a
quien gobierna, más allá de las propuestas del que se encuentra en frente.
Personalmente creo que, en esta
oportunidad, se juegan dos conceptos con respecto a la sociedad en la que
queremos vivir: el individualista y el comunitario.
Quienes voten desde lo individual
elegirán un gobierno que privilegie sus intereses económicos y sociales, sus
hábitos de consumo y su estándar personal sin meditar acerca de la manera en la
que las políticas que se adopten pudieran afectar a aquellos que no cuenten con
una base de sustentación que les permita sostenerse. Quienes tengan la opción
de elegir entre la salud y la educación privadas y cuyos trabajos no dependan
directamente del control estatal seguramente elegirán este camino. Quienes
consideren que sus logros se han dado por fuera del contexto político del país
también, así como quienes piensen que la excelencia es una cuestión permitida
solamente a quienes se lo puedan pagar.
A la sombra de la otra pared se
encuentran quienes piensan que lo comunitario es primordial, quienes piensan
que el acceso a la salud y a la educación debería ser universal, quienes están
dispuestos a perder algunos privilegios si esto será beneficioso para los más
vulnerables.
La diferencia fundamental está
dada por la manera en la que vemos al otro.
Podemos pensar en el otro como un
igual que no ha tenido las mismas oportunidades de crecimiento personal, desde
la educación primaria hasta la Universidad. Podemos pensar en el otro como
sujeto de solidaridad y no como receptor de caridad. Cuando damos una tapita de
plástico para ayudar a un Hospital como el Garrahan, desfinanciado por el
Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires estamos legitimando esa actitud de
abandono por parte de quien debería sostener el sistema de salud, pero no
solamente eso. Cuando nos quedamos en dar la tapita en realidad estamos dando
el último residuo de nuestro consumo, la tapa de un envase que no se volverá a
utilizar. Sin dudas que ese gesto ayuda, pero muchas veces se queda corto. Entre
las tapitas y el barro hay un trecho importante, y nadie tiene la obligación de
ensuciarse si no quiere. Pero nadie tiene el derecho de atacar a quienes lo
hacen por su identificación partidaria. Queda en cada uno plantearse qué
responsabilidad tiene para con su comunidad, y si decide o no asumirla. Pero
esa es una cuestión para comentar en otro momento.
Nadie está obligado a interesarse
por el otro en cuanto ser humano sujeto de derechos. Simplemente hay que
hacerse cargo de las posturas que asumimos.
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