No hay que discutir cuando se está enojado. No. Eso dicen las viejas de memoria larga que ya no usan batones. Ahora bailan zumba, toman cervezas artesanales y cuidan a los nietos cuando no tienen otra cosa que hacer. Las nuevas sabidurías vienen con varios gigas de reserva mnésica y pantallas a todo color. Todo tiempo presente es mejor.
Tampoco hay que pretender lógica en la reacción
que es, por definición, el resultado muchas veces natural de una acción
determinada. La reacción es inmediata, no da tiempo al pensamiento. No hay
espacio posible entre el desencadenante y el efecto. Quien reacciona lo hace de
la única manera posible.
De más está decir que no hay dios que explique
un resultado empíricamente demostrable. No hay fundamento supramaterial que
justifique la subversión de las leyes, del contrato social, de las normas más
elementales de la convivencia civilizada. La casualidad es un mal fundamento
para un mal resultado. Cuando dos piedras caen hacia el mismo punto del
universo, el resultado es fatalmente irrebatible.
Amén.
Pues entonces, de qué vale enojarse. A quién
hacer responsable del descalabro generado. Tal vez a los vectores, tal vez al
espectro cromático, tal vez al huso horario, tal vez a las consecuencias
derivadas de la vida cotidiana. Tal vez no haya responsabilidad atribuible. La
pregunta final es qué nos queda.
La gradación.
Que es turra, porque es subjetiva. El sentido
común es el hijo bastardo de la lógica, que es siempre hegemónica. Ese sentido
común que genera frases hechas, razonamientos ramplones, conclusiones con
fondos de cascadas y lánguidos teclados.
Todos sabemos que una lata traumatizada no se
compara con el pibe que no está, con el futuro que desapareció, con el fondo de
la olla cada vez más habitual, con el trapo y el vidrio, con la incerteza
cotidiana.
Pero todos somos egoístas, en algún momento.
Todos pensamos que nuestro pequeño percance
debería ser relatado por un Shakespeare del este Cordobés.
Un poco porque estamos convencidos de que el
mundo gira alrededor de nuestro plexo.
Y un poco porque no nos gustan las frases
evidentes.
Qué joder.
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